jueves, 26 de noviembre de 2009

ITALIA Y LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

FERNANDO SERRANO MIGALLÓN

En un célebre poema, Bertold Brecht dijo, hablando de las persecuciones de las que tuvo que ser testigo a mediados del siglo XX: “Un día vinieron por los judíos y yo no hice nada porque no era judío; otro día, vinieron por los comunistas y yo no hice nada porque no era comunista; otro día, vinieron por mí”.
Estamos acostumbrados a nuestras libertades de tal manera que difícilmente pensamos en perderlas. Cuando ello sucede generalmente es demasiado tarde. Asumimos, en una especie de ilusión histórica, que no hay vuelta atrás, que las conquistas de la humanidad son inamovibles y no hay manera de perderlas. Al contrario, las libertades, que son el núcleo principal de nuestros derechos, son elementos que debemos defender cotidianamente, casi diría que momento a momento, sobre todo, ejerciéndolas y haciéndolas valer frente a los demás y ante el poder público.
Uno piensa, además, que hay un grupo selecto de seres humanos a los que no pueden acontecerles cosas desagradables o que, al menos, cuando les suceden, gozan de ciertos beneficios que les permiten salir bien librados de esos acontecimientos. Me refiero a mujeres y hombres de fama, a los escritores muy leídos, a los intelectuales y a los grandes industriales, por ejemplo. Pero, en realidad, cuando la maquinaria del Estado, aceitada con dosis económicas e intereses políticos, ha iniciado la marcha por la supresión de las libertades, ni las más grandes influencias parecen suficientes ni siquiera la fama mundial y tampoco la tradición política ancestral en países civilizados.
En Italia, la cuna de Maquiavelo, Dante y muchas de las más grandes mentes de Occidente, el Senado de la República ha interpuesto una demanda en contra de Antonio Tabucchi, por publicar en el diario L’Unita, en 2008, un artículo sobre el presidente del Senado italiano, Renato Schifari. Tabucchi preguntaba al político por su pasado, sus negocios y sus amigos, uno de ellos, Berlusconi. Este atentado a la libertad de expresión fue posible, en parte, porque el primer ministro italiano tiene el poder económico para controlar la mayoría de los contenidos de telecomunicación en su país. Lo que pareciera una cuestión de corrupción y desequilibrio jurídico y político es, en realidad, el paradigma de un mundo que está poniendo, por encima de nuestras libertades, los más variados intereses y las más mezquinas intenciones.
Conculcar la libertad de expresión es asesinar el espíritu de los pueblos, pero no sólo eso, también, una amenaza a otras culturas, una apuesta contra el futuro y la más violenta de las agresiones a la convivencia civilizada. Veámoslo así: hasta los miembros de las dictaduras más feroces se han visto en la necesidad de reconocer el valor de la libertad de expresión. Como lo comenta Samuel Goldensohn en sus entrevistas de Nüremberg, Albert Speer se dolía de que, habiendo aniquilado la libertad de expresión en Alemania, el régimen nazi se había condenado a vivir en su propia fantasía sin que existiera nadie que le llamara la atención sobre la realidad. Es mala idea silenciar las palabras, porque son como los ríos: tarde que temprano encuentran su cauce y, cuando lo hacen, corren más caudalosas cuanto más reprimidas fueron.

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