ROLANDO CORDERA CAMPOS
Sin dar cuartel, las oligarquías financieras del mundo buscan reafirmar su mando a través de los nada fantasmales mercados de deuda que han puesto a Europa contra la pared. De la mano con una ideología económica que parecía hecha añicos hace tan sólo dos años, los gigantes del dinero y sus operadores en el mercado de las ideas pasan de la contención abusiva de 2009 a la ofensiva política y cultural del presente.
En medio de la tormenta, banqueros y especuladores rescatados por los estados con cargo a los impuestos dieron cuenta de su renuencia a aceptar el orden democrático que mal que bien encarnaban los gobiernos. Este orden, para reclamar legitimidad y la consecuente obediencia de sus ciudadanos, debe ser articulado por estados “neutrales” que pretenden o parecen recoger el interés general. De esta hipótesis partieron los regímenes que dieron cuerpo a las democracias de la segunda posguerra basadas en potentes sistemas de protección social más o menos universalistas resumidos en la fórmula del Estado de bienestar.
Son este sistema y aquel orden comprometidos con el bien común, el interés general o la justicia social, lo que hoy se quiere demoler definitivamente para dar paso a nuevas formas de dominio congruentes con la globalización financiera y el despliegue planetario de los grandes conglomerados. Hablar de una lucha de clases “desde arriba” no es, por eso, abusar del eufemismo. Así es como se han planteado los términos de un arreglo mundial que, a diferencia del que dio lugar al orden internacional de la segunda mitad del siglo pasado, tiene en la alta finanza a su principal protagonista.
Un régimen como el que prefiguran estos poderes salvajes no es sustentable, y la mera intención de implantarlo puede traer consigo mayores daños que los provocados directamente por la Gran Recesión. Pero este aserto no es más que una hipótesis esperanzadora de trabajo, cuya puesta en acto se alarga con los días por la falta de alternativas y la dispersión intimidada del pensamiento progresista.
El hálito esperanzador de los indignados de todo el mundo es sólo eso y la duras pruebas de la política reformadora están por delante. De algo sí se puede estar seguro hoy: no será en el encierro de las naciones ni en la austeridad bárbara impuesta hoy donde el mundo encontrará una salida aceptable para las democracias y los reclamos multitudinarios de justicia distributiva.
La ronda mundialista que exige esta situación no está a la vista, entre otras cosas porque los dirigentes nacionales optan por la inhibición o el retraimiento, como lo anuncian los planes de Merkel y Sarkozy para “podar” a la Unión Europea. De aquí la paradoja del momento que vivimos: para reformar el (des)orden global y construir un orden habitable es indispensable fortalecer al Estado nacional y dotarlo de nuevas capacidades de regulación, innovación y promoción de unas economías políticas devastadas y carentes de fuerza autónoma para generar recuperación y crecimiento. Esta debería ser la ruta para hacer de la globalización un entorno habitable.
El primer paso consiste en rechazar que la situación actual constituya una fatalidad a la que debamos resignarnos. Pero, a la vez, es indispensable hacerse cargo de la dificultad enorme que entraña salir de ella. Insistir en un cambio sin adjetivos no puede sino llevar al mundo a un “más de lo mismo” pero con menos; a un desgaste social y natural indescriptible.
Desplegar el inventario de calamidades que la crisis no hecho sino abultar, para luego arriesgar el diseño de una secuencia y la adopción de unas prioridades, sería el paso siguiente para, entre otras cosas, darle un mínimo de racionalidad a las acciones inmediatas dirigidas a capear el temporal. Mucha reflexión y mucho discurso se va a necesitar para una movilización promisoria, que no encuentra cauce ideológico ni matraz político propicio para desplegarse en una auténtica política de renovación y reforma. Esta es, sin duda, también nuestra encrucijada.
El reclamo desde las bases y los sótanos de la sociedad desigual y cuarteada en que vivimos requiere de visiones y elaboraciones complejas, porque sólo así podrá tornarse gobierno y abrir la puerta a nuevas formas de entender y vivir la globalización a través de un Estado genuinamente reformado. Así podríamos los mexicanos aspirar a “estar” en el mundo como nación, sin temor a la cooperación y el intercambio internacional y global.
Ojalá el Congreso de la Unión abriera un espacio firme y alentador para pensar el mundo y el país de esta manera. A esto nos han convocado Cuauhtémoc Cárdenas y José Sarukhán con sus espléndidos discursos de aceptación de las medallas Belisario Domínguez y Eduardo Neri, que les otorgaran el Senado y la Cámara de Diputados, respectivamente. La generosidad y cortesía del Congreso debería culminarse con una glosa comprometida de ambas piezas, para auspiciar un debate a fondo que contribuya a fijar las coordenadas de la disputa por el poder constitucional que, esperemos, culmine en la sucesión presidencial de 2012.
El Congreso y su actual Legislatura podría entonces presumir de que, en efecto, recoge y enriquece la representación nacional… y popular.
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