JOSÉ WOLDENBERG
Un fuerte abrazo para Alonso Lujambio.
O una primitiva nota metodológica. O por el gusto de llevar la contraria.
Muchas "cosas" pueden erosionar la democracia. La violencia expansiva con su carga de muerte e incertidumbre, la economía petrificada incapaz de ofrecer trabajo y horizonte a millones de personas, el contrahecho Estado de derecho que se traduce en el reino de la impunidad y de la preeminencia de los más fuertes, las profundas desigualdades que marcan nuestra convivencia social, y súmele usted. Pero hay una que de manera lenta, sorda, indolora, puede también acabar haciendo estragos: la multiplicación inercial de la retórica antipolítica.
Baste abrir un periódico, prender la radio, ver la televisión para toparse con un discurso reiterativo, sin gracia, en el cual todos y cada uno de los problemas tienen una sola fuente de origen: los políticos. Las cámaras empresariales y las organizaciones sociales, los sindicatos y los grupos monotemáticos, no batallan para encontrar a los culpables de nuestros males: los políticos. El cómico sin humor explota un recurso probado y el analista avezado coincide en que la vida sería luminosa si no nos topáramos con una piedra mayor: los políticos. El caricaturista y el profesor, el taxista y el cantante se quejan con voces desafinadas de la encarnación del Mal: los políticos. Manantial de todos los desarreglos, responsables de nuestras tragedias, principio de nuestras desgracias, los políticos se han convertido en explicación fácil, coartada para la reiteración cansina, análisis que nada explica.
En el extremo, son la encarnación de todos los antivalores, mientras en contraposición retórica aparece de manera invariable una sociedad impoluta, un pueblo noble. Como en las viejas películas del oeste, los villanos tienen un rostro inconfundible (los políticos), mientras los héroes a veces se visten con los ropajes del pueblo y en otras con los de la sociedad.
Lo primero que salta a la vista -o que debería saltar a la vista- es que estamos frente a un esquema maniqueo y por ello mentiroso. Bastaría con revisar las pulsiones discriminatorias, elitistas, persecutorias (y sígale usted) que anidan en nuestra sociedad, para ver que nuestros problemas trascienden a la sociedad política.
Lo más paradójico, sin embargo, es que la insistencia en colocar la responsabilidad únicamente en los políticos y en las instituciones que habitan -congresos, gobiernos- no ayuda ni a comprender la profundidad de nuestros problemas ni a acercarse a los retos que el país enfrenta. (Y antes de que el respetable empiece a impacientarse digo: claro que hay políticos impresentables, pero como en todo conjunto humano, es menester detenerse en las diferencias).
El expediente más común es elemental: se empieza por simplificar el quehacer político. Se presume que es sencillo, claro. Los objetivos no merecen mayor precisión, pero sobre todo las rutas para alcanzarlos nunca requieren una ponderación medianamente compleja. Todos deseamos lo mismo y lo queremos alcanzar a través de la misma vía. No se entiende -o no se quiere entender- que las metas de una sociedad suelen ser diversas -más allá de las nociones generales que a (casi) todos arropan, como educación, empleo, vivienda, salud, y sígale usted-, pero que sobre todo los diversos caminos no necesariamente llegan a Roma. De un marco "conceptual" como el enunciado se desprende que no hay problemas, sino agentes torpes o corruptos o descerebrados o los tres atributos conjugados.
Si ello fuera poco, se compara a la serpenteante y difícil política real contra el ensueño de una política transparente, idílica, operada por personalidades arcangélicas (o casi). Se añora la política sin contradicciones ni fricciones, sin jugarretas ni negociaciones, es decir, un paraíso perdido que jamás existió. Y no faltan aquellos que ponen sobre la mesa la quimera de un mando vertical, unificado, "auténtico" representante del pueblo.
En las últimas décadas en México se creó un nuevo contexto en el que se hace la política. Diversidad, competencia, empate de fuerzas, pesos y contrapesos institucionales, son nociones que no acabamos de asimilar. Una lucha sorda, complicada, desgastante -hay que tener estómago para aguantar- cruza la vida de los partidos, las organizaciones sociales y por supuesto la confrontación entre partidos y proyectos. Además, los políticos de hoy se encuentran más acotados por los medios, las normas que regulan su actuación, la vigilancia de sus pares, la rendición de cuentas y las leyes de transparencia. Una opinión pública más vigilante, medios con agendas propias, instituciones antes inexistentes y una inédita correlación de fuerzas, construyen un auténtico terreno minado, espinoso, enredado. Y si a ello le sumamos los poderes supranacionales, destacadamente el circuito financiero, que gravitan sobre la toma de decisiones, quizá podamos medio imaginar la nueva densidad de la política. Porque si no recuperamos la complejidad de la misma, difícilmente podremos siquiera pensarla.
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