lunes, 7 de noviembre de 2011

UNA CORTE PARA CIUDADANOS

ANA LAURA MAGALONI

El 4 de octubre pasado, el presidente de la Suprema Corte, el ministro Juan Silva Meza, en un espléndido discurso, hizo saber públicamente que se iniciaba un cambio de paradigma en la forma en que los jueces federales interpretan y aplican la Constitución. El mensaje central fue el compromiso que deben tener los jueces federales en la construcción de un sistema de justicia que ponga la efectividad de los derechos humanos en el centro. Se trata, en último término, de que los jueces construyan el andamiaje jurisdiccional que permita el fortalecimiento de la pieza más débil de nuestra democracia: la ciudadanía.
El motivo de su discurso fue el anuncio del inicio de la Décima Época del Semanario Judicial de la Federación. Las "Épocas" son periodos que reflejan cambios en el sistema jurídico de tal trascendencia que impactan en el contenido sustantivo de la jurisprudencia, es decir, en los criterios de interpretación constitucional y legal que se derivan de las decisiones de la Corte y los tribunales colegiados y que están obligados a seguir todos los jueces cuando resuelven casos análogos o similares. El poder transformador de cualquier tribunal constitucional radica en esta capacidad de dirigir la actividad de todos los jueces a través de su jurisprudencia. La Décima Época es consecuencia de tres reformas constitucionales de gran calado: la reforma de derechos humanos, la reforma al juicio de amparo y la reforma penal.
Me parece muy simbólico que, precisamente en estos momentos, cuando la violencia, la muerte y los abusos de autoridad forman parte del acontecer diario de muchas personas en varias regiones del país, la Corte, en voz de su presidente, haga un llamado a que los jueces pongan en el centro del aparato de justicia la efectividad de los derechos humanos. Creo que es una forma de recuperar la brújula, de regresar a los fundamentos del pacto social y de reconstruir la relación de los ciudadanos con sus autoridades.
Sin embargo, me pregunto cómo se va a concretizar este llamado de la Corte en los lugares en donde hay retenes militares, despliegue masivo de fuerzas federales, detenciones arbitrarias, fuegos cruzados, ciudadanos indefensos, sicarios, procuradurías colapsadas, policías infiltradas. Es un acertijo muy complejo para un juez ordinario colocar la eficacia de los derechos humanos en contextos de guerra. No obstante, ello no significa que deban claudicar a esta tarea.
Para que las palabras de Silva Meza puedan traducirse en hechos, me parece que se requieren dos políticas básicas. En primer término, la Suprema Corte debe liderar este proceso. Es decir, deben ser los propios ministros, de forma unánime, los que definan el contenido de este nuevo paradigma y, con ello, marquen la ruta a seguir para los demás jueces del país. Ello requiere que los 11 ministros compartan una visión común de cómo hacerlo: con qué tipo de retórica, con qué visión de la Constitución, con cuál definición de su papel, con qué tipo de casos, etcétera. Esa visión común no existe al interior del tribunal. Lo que prevalece son visiones contrapuestas, paradigmas interpretativos completamente distintos y demasiadas diferencias entre ellos en cuestiones muy básicas. Un tribunal tan dividido como el que tenemos no tiene fuerza para transformar paradigmas. Los ministros, por tanto, tienen que decidir ser un cuerpo colegiado, tienen que poder hacer a un lado sus diferencias y construir una visión común de lo que se imaginan debe suceder en el país en materia de derechos humanos y llevar a cabo una estrategia para lograrlo. El país necesita una Corte clara, unida y potente y no 11 individualidades empeñadas en pelear pequeños cotos de poder.
En segundo término, la Corte, para poder liderar el cambio de paradigma que se propone, debe ampliar las puertas de acceso de los ciudadanos al máximo tribunal. Ello pasa por una mayor capacidad de los ministros para detectar casos relevantes que no les llegarían en automático pero que pueden atraer. No obstante, ello no va a ser suficiente. La inmensa mayoría de los casos que le permitirían a la Corte establecer una nueva jurisprudencia en materia de derechos humanos no llega a los tribunales. Por ello, los ministros deben lograr articular un discurso común que presione para que el Congreso y el Ejecutivo inviertan recursos públicos en serio en la construcción de defensorías públicas dignas de ese nombre y que no sólo lleven casos penales. Además, se requiere que el Congreso diseñe una política fiscal que incentive a los mejores despachos a llevar asuntos pro bono en materia de derechos humanos. La población más vulnerable, en términos de derechos humanos, no tiene forma de acceder a un buen abogado. Para muestra, basta escuchar las voces de las víctimas de la guerra. No hay manera en que sus demandas de justicia sean escuchadas por los jueces, pues, hasta donde he seguido sus testimonios, la mayoría no tiene forma de acceder un abogado capaz de instrumentar una estrategia jurídica que haga que sus voces sean escuchadas en el recinto del pleno de la Suprema Corte de la Nación.
La buena noticia es que la Corte está consciente de la urgente necesidad de lograr construir una sistema justicia que ponga los derechos humanos en el centro. Sin embargo, se requerirá mucho más que la sola intención para que ello sea una realidad.

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