El mismo guión. La misma obra. Las mismas escenas. Las mismas promesas vertidas. Los mismos compromisos firmados, con alguna que otra pequeña variante, o nuevos actores con nombres y apellidos distintos aunque los cargos sean iguales. Antes era Madeleine Albright y ahora es Hillary Clinton. Antes era el general Gutiérrez Rebollo y ahora es el general Guillermo Galván. Antes era Barry McCaffrey y ahora es Gil Kerlikowski. Antes era Ernesto Zedillo y ahora es Felipe Calderón. Pero la gran obra teatral de combate al narcotráfico continúa en la cartelera binacional, sin grandes cambios aunque se insiste en que “ahora sí” habrá un enfoque diferente, un reconocimiento de responsabilidades compartidas, un método distinto de encarar la lucha contra las drogas y la violencia que engendra. Pero en realidad no es así, y la reunión de alto nivel más reciente lo revela. Como lo sugiere Ethan Nadelmann en la revista Foreign Policy, en cuanto al tema de las drogas se refiere, México y Estados Unidos parecen ser adictos al fracaso. Año tras año, cumbre tras cumbre, acuerdo tras acuerdo, las discusiones se desarrollan tal y como ocurrieron esta semana. Quizás los discursos se hayan vuelto más sofisticados o la encargada de pronunciarlos lo haga con mayor elocuencia, como es el caso de Hillary Clinton. Pero son versiones facsimilares de posiciones reiterativas. Son reuniones ceremoniales, convocadas para demostrar sensibilidad ante incidentes recientes –como los asesinatos de funcionarios consulares en Ciudad Juárez– pero siempre concluyen de modo similar. El espaldarazo estadunidense al presidente mexicano en turno, al que se congratula por su “valentía” y “compromiso”. La llamada solidaria desde la Casa Blanca. La lista acostumbrada de acciones conjuntas, acuerdos logrados, esfuerzos para combatir la oferta de drogas en México y limitar el consumo en Estados Unidos. La lista ampliada de los programas piloto que se echarán a andar, el flujo de armas que se controlará, los estudios sobre la drogadicción que se pondrán en marcha. Incluso en estos días se habla de la “novedad” que incluye el “enfoque social” que se le dará a los recursos de la Iniciativa Mérida. Se enfatiza que tanto el gobierno de México como el de Estados Unidos han aprendido que no basta con enviar al Ejército o desplegar una estrategia puramente delincuencial en la “guerra contra el narcotráfico” y ahora la atención abarcará el desarrollo económico y social en las comunidades más afectadas por la violencia. Se subraya la inversión en el combate a la corrupción, en las reformas judiciales, en la atención integral a las comunidades fronterizas en ambas naciones. Pero en el fondo, no hay nada nuevo bajo el sol ni en Ciudad Juárez ni en El Paso ni en Tijuana ni en el Distrito Federal ni en Washington. Y por ello la recitación reciente suena tan hueca, tan cansada. Probablemente la reunión de alto nivel que acabamos de presenciar sea el preludio de un mayor involucramiento estadunidense –en términos de presencia, asesoría, equipo, entrenamiento y recursos– pero no entraña un viraje sustancial en la visión simplista y contraproducente que ha predominado desde hace décadas. Esa visión desde la cual el combate al narcotráfico parte de premisas supuestamente inamovibles e incuestionables: la “guerra” contra las drogas puede ser ganada; Estados Unidos puede reducir la demanda de drogas y lo intentará; la respuesta real se halla en la reducción de la demanda y México si se lo propone puede lograr ese objetivo; la política antidrogas de Estados Unidos debe ser la política antidrogas del resto de América Latina; la legalización podría ser buena pero jamás ocurrirá. Estas son ideas escritas en piedra, repetidas hasta el cansancio por funcionarios en ambos lados de la frontera, diseminadas por policy-makers estadunidenses y memorizadas por políticos mexicanos. Pero como lo ha sugerido Nadelmann, cada una de estas premisas puede y debe ser confrontada. Cada uno de estos argumentos puede y debe ser revisado. La futilidad de la guerra contra las drogas –librada como se hace hoy– es cada vez más obvia. Más evidente. Más dolorosa. Basta con mirar la tristeza ovillada en los ojos del rector del Tecnológico de Monterrey para confirmarlo. La guerra contra el narcotráfico no ha mejorado la salud de México, la ha empeorado. No ha contribuido a combatir la corrupción, la ha exacerbado. No ha llevado a la construcción del Estado de Derecho, más bien ha distraído la atención que siempre debió haber estado puesta allí. No ha atendido el problema del crimen organizado, más bien ha contribuido a su enquistamiento y expansión. No ha encarado los problemas históricos de corrupción política y complicidad gubernamental, tan sólo ha ayudado a profundizarlos. Y por ello llegó la hora de reflexionar seriamente en otras opciones, en otras alternativas, en otras maneras de pensar sobre las drogas y reaccionar ante los retos que producen. Como lo han sugerido distintas voces desde distintas latitudes y convicciones políticas, el curso más racional para México sería contemplar la legalización de la mariguana. Lo han propuesto expresidentes latinoamericanos como César Gaviria, Ernesto Zedillo y Fernando Henrique Cardoso en su estudio Drogas y democracia: hacia un cambio de paradigma. Lo han argumentado quienes piensan que la legalización de ciertas sustancias sería la manera de reducir los precios de las drogas y así proveer el único remedio a las múltiples plagas que provocan: la violencia, la corrupción, el colapso del andamiaje del gobierno en sitios como Ciudad Juárez y Monterrey.México necesita demostrar la capacidad para determinar su propio destino y tomar decisiones que fortalezcan su seguridad nacional, promuevan su estabilidad política, construyan su cohesión social. Caminar en esa dirección entrañaría empezar un amplio debate público sobre la despenalización limitada como un instrumento –entre otros– capaz de desmantelar un mercado demasiado poderoso para ser vencido por cualquier gobierno. Significaría mirar y emular lo que han hecho otros países e incluso estados dentro de la Unión Americana, como California, donde avanza la despenalización. Pero implicaría, más que nada, reconocer nuestra propia adicción y lidiar con ella. El gobierno mexicano se ha vuelto adicto a una política antidrogas fallida que lo lleva a dedicar cada vez más recursos, más dinero, más armas y más tropas a una guerra que nunca podrá ganar.
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