lunes, 22 de marzo de 2010

¿QUÉ QUIERE LA CORTE?

ANA LAURA MAGALONI KERPEL

Esta semana, la Suprema Corte, con una votación de siete contra cuatro, decidió estimar la constitucionalidad del artículo de la Ley Orgánica de la PGR que exceptúa a dicha institución de la obligación de proporcionarle información a la CNDH cuando "se pone en riesgo la investigación en curso o la seguridad de las personas". Dado lo vago e indeterminado de la excepción, es posible que la PGR eluda cualquier tipo de control a la arbitrariedad de su actuación por parte de la CNDH. Mientras que el delito no haya prescrito y la averiguación previa no esté en el archivo definitivo, la PGR siempre puede argumentar que se pone en riesgo la investigación en curso. Es decir, lo que acaba de hacer la Corte es darle a la PGR una salida más para continuar operando a puerta cerrada, violando los derechos de las víctimas y de los acusados. Con esto, lejos de fortalecer la capacidad del Estado para enfrentar la criminalidad, lo que se está haciendo es debilitarla.En efecto, aunque a primera vista parezca contraintuitivo, arbitrariedad e ineficacia en la persecución criminal mexicana van de la mano. Nuestro sistema penal se quedó atrapado en las viejas inercias burocráticas que se gestaron durante los años del autoritarismo. En esos años, los casos penales se resolvían en tres fases: 1) la policía judicial obtenía información para armar la acusación incomunicando, intimidando y, muchas veces, torturando a testigos y presuntos responsables; 2) el MP le daba "forma legal" a la ilegalidad, a través de integrar a un expediente, denominado averiguación previa, un conjunto de diligencias que en el fondo eran irrelevantes pero que servían para simular que se había investigado legalmente el delito; y 3) el juez era un simple ratificador de la acusación del MP, no ejercía ningún tipo de control a la arbitrariedad, ni tampoco era un árbitro imparcial entre el MP y el acusado. Este modelo funcionó en un contexto que tenía dos características centrales: una baja incidencia delictiva y una enorme centralización del poder.La transición a la democracia no cambió este sistema de persecución criminal; lo que sí cambiaron son los presupuestos con los que operaba. Hoy existen una alta incidencia delictiva y una acentuada descentralización del poder. En este contexto, la debilidad de las procuradurías está estrechamente vinculada con su arbitrariedad. Dado que las procuradurías todavía pueden construir acusaciones "a la mala", no han desarrollado capacidades técnicas de investigación criminal que les permitan perseguir delitos complejos. Por tanto, como en el viejo régimen, los casos que se pueden consignar son principalmente asuntos en donde el presunto responsable es detenido antes de un proceso de investigación. Además, las policías judiciales, cuyos pactos con los delincuentes profesionales antes podían ser controlados desde la cabeza de la institución, hoy operan de forma descentralizada: el mercado de la impunidad se balcanizó. La labor del MP continúa siendo la de integrar diligencias a un expediente, la ineficacia de los derechos del imputado y de la víctima sigue siendo el pan de todos los días y los jueces continúan sin ejercer su autoridad frente al MP. Para ponerlo gráficamente, nuestra procuración de justicia es un coche destartalado de los años setenta intentando transitar por una autopista alemana del siglo XXI.El único camino posible para resolver la enorme debilidad del Estado mexicano en la persecución criminal es rompiendo de raíz los asideros del modelo autoritario. Ello es un proceso largo y complejo. Sin embargo, avalar el argumento, como lo hizo la Corte, de que, para ser eficaz, la PGR requiere eludir el posible control a su arbitrariedad por parte de la CNDH significa caminar en la dirección opuesta.No quiero sugerir que las comisiones de derechos humanos son la solución a todos los males de la persecución criminal. Por el contrario, tales comisiones no tienen las facultades para llevar a cabo el tipo de control que requiere la persecución criminal para profesionalizarse. En los países democráticos, el control a la arbitrariedad de policías y ministerios públicos lo ejercen los jueces. Son ellos los únicos que pueden imponer costos dentro del proceso penal a los abusos cometidos. El costo más alto que pueden establecer es que una acusación hecha "a la mala" simplemente no se sostiene: el MP pierde el juicio y el imputado queda en libertad. Ello sólo puede ser una decisión del juez; las comisiones de derechos humanos emiten recomendaciones no vinculantes a las procuradurías y no pueden tener injerencia en lo que deciden los jueces.En este sentido, cuando los jueces asuman su autoridad frente al MP y controlen su actuación es posible que las comisiones de derechos humanos terminen transformándose en defensorías públicas. Su función será garantizar que todos, y no sólo los que tienen dinero para pagar un abogado, puedan acceder a un juez. Sin embargo, nuestros jueces están lejos de desempeñar ese papel y la decisión de la Corte manda la señal equivocada para que lo hagan, ya que entre líneas sugiere que la eficacia en la persecución criminal, y no el control a la arbitrariedad, continúa siendo, como en el viejo régimen, el valor supremo a tutelar.

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