jueves, 28 de febrero de 2013

EL GRAN MALENTENDIDO DE LOS "DATOS PERSONALES"*

RICARDO BECERRA LAGUNA

Se supone que una de las misiones más importantes de nuestra vida moderna es el trazo de la frontera entre lo público y lo privado, entre lo que debe conocerse y lo que queda legítimamente reservado al ámbito personal. Bien: allí se juega un pedazo de nuestra civilización.  

Habíamos empezado bien con la expedición de la Ley Federal de Transparencia, hace diez años: el gobierno tenía que exponer los documentos, los expedientes y en general, toda la información que antes consideraba “suyos”, exclusivos, de uso y conocimiento burocrático y discrecional.
Fue una saludable sacudida a nuestras costumbres patrimonialistas y desde entonces, ha ganado terreno en todas partes la sencilla noción de que, un organismo público –cualquier organismo público, pagado por los impuestos de todos y en ejercicio de las facultades que le confieren las leyes- es sujeto de exposición pública, salvo excepciones muy contadas.
No pasó siquiera un año cuando las agencias de gobierno esculpieron y esgrimieron un gran pretexto para evadir su obligación de transparencia: la información no se entrega (comenzaron a decir) porque revela, expone, exhibe, pone en riesgo, los “datos personales”.
La privacidad -vehiculada por los datos personales- se volvió excusa clásica en múltiples temas y casi en cualquier área: financiera, hacendaria, en la procuración de justicia, en la política social incluso.
La expansiva argucia tiene un supuesto, deudor del individualismo más crudo: mientras menos se conozcan los datos de cada quien, mejor. Y más que eso: es el propio sujeto quien detenta la potestad de determinar el alcance y el tamaño de lo que considera “su” privacidad. En esas estamos.
La discusión acerca de las declaraciones y las devoluciones de impuestos ilustra bien tal paradoja. Resulta que hemos definido como reservada la información de lo que yo -o el hijo del vecino- pagamos a Hacienda. ¿Por qué? Por ser un “dato personal” y en cualquier caso, resulta optativa su publicidad.
¿Lo ven? El interés público queda subordinado a una decisión individual. El pago de impuestos resulta ser un vínculo “discreto” entre el individuo y el Estado.
Acudo a otras fuentes de derecho y encuentro la noción exactamente contraria: “Ninguna obligación legal del ciudadano frente al Estado puede ser catalogada como secreta o confidencial”. “Ningún acto, trámite o procedimiento que relacione a los ciudadanos con su gobierno puede ser reservado, precisamente porque el Estado es la representación de todos”. 
Esto lo dice Lena Hjelm-Wallen, ex Ministra sueca experta en estos temas, y continúa: “…los funcionarios, los jueces, los legisladores deben hacer públicas sus declaraciones de bienes y de impuestos, pero esto vale también para todos los ciudadanos, para los miembros del gabinete, como para los CEO de las empresas, artistas, profesionistas, para todos. Cuántos impuestos se pagan es una información que constituye un bien público” (CIPP, Buenos Aires, 27 de abril, 2008).
Será en Suecia, porque en México, el embrollo con los datos personales continúa y se extiende, incluso en el mundo electoral.      
Hace poco, las autoridades tuvieron la puntada de explorar la posibilidad de arrancar de la credencial para votar la dirección del ciudadano porque “expone un dato sensible”: el domicilio. 
Aparte del daño autoinflingido (le resta un elemento de identificación crucial al instrumento electoral más importante), se muestra una extraña confusión práctica: la credencial para votar no es pública, no se exhibe, no es accesible por cualquiera. El propietario de cada mica –útil como pocas cosas- decide a quien la muestra y con quien desarrolla relaciones, trámites o transacciones. Pero el dato personal sigue a buen recaudo, bajo la responsabilidad de su dueño, utilizado según la necesidad y utilidad de cada quien sin necesidad de la tutela “cifrada o codificada” de las autoridades electorales. 
El enredo es ya demasiado grande. Incluso desde la elaboración de nuestras leyes, la idea maltrecha de los “datos personales” ha venido a dar al traste con el IFAI y su principal función: abrir el gobierno y mediante las políticas de transparencia, catalizar una amplia reforma al sector público del país.   
Desde hace dos años, el IFAI fue convertido en una institución bizca: vigila la transparencia de las agencias del gobierno con un ojo y cuida las bases de datos personales de las empresas privadas, con el otro. Es uno de los más graves errores de concepto y de diseño institucional de los últimos tiempos: el objeto del IFAI es el Estado, no las empresas, y mientras debe abrir la información de uno, queda condenado a regular la reserva de información en los otros. 
De esta suerte, los datos personales se han convertido en una parte excéntrica, incoherente e inconexa en el sistema jurídico de México.
Es una lástima porque, en efecto, los datos personales son cosa seria: en ellos se plasma parte del ámbito de la libertad individual, pero también, la región en la cuál no le rendimos cuenta a nadie.
Por eso, creo, el Congreso y las instituciones públicas deben pensar -otra vez- su concepto, su objetivo, su lugar y su acomodo, muy seriamente. Tal y como están ahora, los “datos personales” se han convertido en una extraña palanca que legitima la opacidad, que enreda a las instituciones y que produce decisiones bizarras, sobre todo porque se cree que se produce un virtud: entre menos datos públicos más gana en libertad el ciudadano.  Volveremos sobre el tema.

*La Silla Rota 25-02-13

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