JOSÉ WOLDENBERG
Supongamos por un momento que Lazar Kaganovich, aquel compañero de Stalin al que llamaban el Lobo del Kremlin por su política de terror, hubiese llegado a tierras mexicanas. Seguramente habría sentido la necesidad de cambiar su apellido. No le iba a resultar fácil andar tan campante presentándose como el señor Kaganovich. Algo similar le hubiese pasado al general Heriberto Jara si hubiese tenido que vivir en Israel. Porque Jara en hebreo significa mierda. En ambos casos la modificación del apellido hubiese sido no solo justificada sino obligada. Hay entonces cambios nominales que tienen sentido. Y mucho.
Recuerdo que en el Consejo General de Representantes del STUNAM, en los años setenta, había un delegado que se llamaba Jorge Negrete. Y hoy un director teatral mexicano carga el nombre de Francisco Franco. Imagino que al primero más de uno le ha pedido, con un dejo de sorna, que cante "México lindo y querido"; y para el segundo, en algunos momentos, no ha de haber resultado fácil ser el homónimo del dictador español. No cambiaron su nombre, saben que así como el hábito no hace al monje, el ser homónimo de alguien no los convierte en ese alguien; pero si lo hubiesen hecho, habría resultado comprensible.
Incluso conocemos movimientos reivindicativos que han puesto uno de sus acentos en el cambio de nombre. Los negros estadounidenses reclamando ser llamados afroamericanos; las prostitutas exigiendo para sí el trato de sexoservidoras para dejar atrás la agresividad ofensiva de la palabra puta; o las trabajadoras asalariadas en los hogares revelándose contra el apelativo de gatas para exigir su trato digno como trabajadoras domésticas. En esos casos se trata de cambios de nombres acicateados por la carga despectiva de las denominaciones anteriores. Son transformaciones nominales con un sentido de orgullo que incluso quieren e intentan modificar relaciones sociales de desprecio y discriminación.
Pero hay modificaciones nominales que simple y llanamente nada cambian. Resultan no solo anodinas sino carentes de sentido. Pasar de ciego a invidente significa nada porque, hasta donde alcanzo a ver, "ciego" nunca tuvo una carga peyorativa. Transformarse de Convergencia -que nada dice- a Movimiento Ciudadano -que también dice nada- desemboca en una mutación nominal sin gracia ni significado. E incluso se dan alteraciones nominales más bien chuscas o patéticas, como la de aquel chiste de tercero de primaria, en el cual Juan Caca llega finalmente ante el juez que está dispuesto a ayudarlo, y le solicita por favor y con fervor el cambio anhelado: quiere llamarse Pedro Caca. (Creo que ando demasiado escatológico este día, además de tristemente payaso).
Pues bien, estamos al parecer frente a una nueva pretensión de cambio nominal que se emparenta con estos últimos. Una transformación baladí, sin sentido. En el más que relevante Pacto por México se estableció en el compromiso 89 que "se aprobará una Ley General de Partidos para dar un marco jurídico estable y claro a la actuación de los mismos tanto en tiempos electorales como en tiempos no electorales". Y a partir de ese momento han aparecido algunos comentarios que abonan en la misma idea. Sí, dicen con júbilo, se requiere una ley de partidos como en Brasil, Perú, Chile o Guatemala. No tengo absolutamente ningún argumento en contra de una Ley General de Partidos. El pequeño detalle reside en que ya existe, funciona, se aplica y se encuentra en el Cofipe. Juzgue el lector si no.
Todo el Libro Segundo del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales es una ley de partidos. Contiene: disposiciones generales, reglas para la constitución y registro de los partidos, los derechos y obligaciones de los mismos, regula la constitución, registro, facultades y obligaciones de las agrupaciones políticas nacionales; las obligaciones de los partidos en materia de transparencia, los asuntos internos de los mismos, las fórmulas de su acceso a la radio y la televisión, el financiamiento público y otras prerrogativas, las formas en que se fiscaliza el manejo de sus recursos, su régimen fiscal, su acceso a franquicias postales y telegráficas, las fórmulas para integrar frentes o coaliciones e incluso para llevar a cabo fusiones, las causales para la pérdida del registro y los procedimientos para liquidar a la organización. En suma, una ley de partidos. Que no se llama así pero que lo es. No hay duda alguna. (En los estados existe algo similar para los partidos locales).
Por supuesto que se puede reformar. Por supuesto que hay campos de regulación insuficiente y otros sobrerreglamentados. Claro que se deben hacer modificaciones. Pero, por favor, ley de partidos existe en México aunque no se le cite así. Porque un manco no deja de serlo cuando lo llamamos "ciudadano con capacidades diferentes" y una cucaracha no será un águila aunque le modifiquemos el nombre para llamarla "ave de rapiña". Lo dicho: hay operaciones de cambio de nombre que tienen sentido... y otras, pues no.
*Reforma 07-02-13
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