DIEGO VALADÉS
Nuestra norma suprema ha sido ejemplar en más de un sentido. En su fase inicial cimentó la renovación del poder político; transformó las relaciones sociales; propició el optimismo colectivo e incorporó la idea de constitucionalidad a la cultura cívica del país. En esa etapa tuvimos una Constitución revolucionaria.
En un segundo ciclo las funciones de la Constitución derivaron hacia otros derroteros. Los objetivos de cambio cedieron su espacio a los de estabilidad; la norma se orientó hacia la permanencia de un orden hegemónico y se privilegiaron la armonización de intereses, la temperación de las expectativas colectivas y la consolidación del poder presidencial. La tarea adaptativa de la Constitución se vinculó al ejercicio concentrado del poder, de suerte que las reformas siguieron un ritmo que se situaba entre lo más que los gobernantes estaban dispuestos a ceder y lo menos que los gobernados estaban dispuestos a aceptar. Tuvimos entonces una Constitución conservadora.
Pero el orden constitucional no podía detener las legítimas exigencias en materia de derechos fundamentales sin desnaturalizar sus objetivos. De ahí que se aceptara liberalizar el régimen electoral y transformar el aparato jurisdiccional, a trueque de mantener incólume la estructura del poder político. En esencia, lo que interesó fue preservar la intangibilidad de los dirigentes, sustrayendo a los gobernantes del control por parte de los representantes y eximiendo a los representantes del control por parte de los representados. Se creó así un sistema constitucional sui generis en el que coexisten instituciones avanzadas en materia de derechos humanos e instituciones retrógradas en materia de obligaciones políticas. En esta tercera etapa, la que corre, tenemos una Constitución contradictoria.
El hecho político de que la Constitución contenga instituciones en conflicto produce desarreglos que las hacen disfuncionales, porque esas antinomias afectan sus objetivos. Si se añaden los errores en el diseño institucional, se entenderá cómo esas deficiencias de nuestro sistema están en el origen de muchos de los problemas que afligen al país.
Por sus defectos, las instituciones no pueden dar respuestas certeras a la pobreza; a los desajustes estructurales del sector público; a la concentración excesiva de la renta nacional; a la violencia delictiva; a las exigencias de bienestar y de equidad social; a la laicidad efectiva de la vida pública; al combate a la corrupción y a la impunidad; no podemos alcanzar estos objetivos porque nuestras instituciones están lastradas por sus propias contradicciones.
La “voluntad política”, tan invocada en otras épocas, poco resuelve hoy, porque ya no estamos en la dimensión del voluntarismo personal sino del pluralismo democrático. Pero mientras no remocemos nuestro régimen de gobierno, uncido a un modelo de hegemonía de partido que ya no existe, y en tanto que no revisemos en conjunto el aparato normativo para sistematizarlo, seguiremos padeciendo los efectos del déficit de gobernabilidad que tiende a acentuarse con el paso del tiempo y con el peso de la rutina.
Para superar las omisiones y las contradicciones que afectan la vida institucional de México necesitamos una Constitución no sólo reformada, también reformadora.
La Constitución de hoy ya no es la de 1917. De los 136 artículos que la componen, sólo 22 no ha sido modificados. Esto significa que el 16 por ciento permanece intocado. Ahora bien, si lo medimos de otra manera y mensuramos qué porcentaje del texto actual es el que fue aprobado en Querétaro, veremos que esos 22 artículos corresponden apenas al 3 por ciento de la extensión del texto vigente. Esto es lo que nos queda de 1917.
No controvierto la pertinencia de la mayor parte de las reformas, pero sí cuestiono la incorporación a la Constitución de muchos preceptos que debieron quedar en la legislación secundaria. Si los agentes políticos lo hacen así es por las dudas que les inspira un ordenamiento volátil. Pero a fuerza de recargar a la Constitución con disposiciones que son ajenas a su jerarquía, trasladaron a ella esa volatilidad y hoy nuestra carta fundamental se ha contaminado por el lenguaje de la desconfianza y por la estrategia de la ficción.
Las instituciones son regularidades en el comportamiento de quienes ejercen el poder y de sus destinatarios. Tienen un componente normado y otro practicado; resultan de la voluntad y de la cultura; organizan a la sociedad porque imponen reglas del juego a todos sus integrantes. La regla de reglas es que cada uno acepta subordinar su comportamiento a las normas, a trueque de que los demás hagan lo mismo. Cuando esas reglas son rotas u omitidas, se producen episodios de anomia.
La vida útil de las normas guarda relación que la adhesión espontánea que inspiran o con la aptitud coercitiva que mantienen. Si la adhesión se difumina y la coacción se fragiliza, las normas se tornan sustituibles. Este es un fenómeno complejo porque ante los accidentes que merman su credibilidad o incluso su positividad, un sistema constitucional puede recuperarse si adopta medidas oportunas y eficaces.
Estoy consciente de que toda simplificación es reduccionista. Cada ciudadano interesado en la cuestión institucional tiene su propia posición acerca de lo que nos falta. La lista es grande, pero con el ánimo de plantear lo substancial, advierto dos grandes problemas: la caduquez del régimen de gobierno y las distorsiones crecientes que padece nuestra norma suprema.
Dicho en forma sucinta, un régimen de gobierno concentrador del poder y ajeno a formas democráticas de control político, contrasta con las normas electorales del propio sistema constitucional y con la creciente cultura democrática de la sociedad. En cuanto a las deformaciones de la carta suprema, son el resultado de múltiples reformas, acumuladas por décadas pero redactadas sin un proyecto sistemático y sin una técnica uniforme. Con independencia de lo pertinente que pudieron ser esas reformas en su circunstancia, hoy exhiben un texto que ha ganado en frondosidad pero perdido en coherencia.
En una época de intensos cambios en esta materia, México no ha configurado un sistema constitucional acorde con un orden democrático consolidado, con una sociedad plural y con unas instituciones funcionales.
El mundo ha vivido las dos décadas más activas en la historia del constitucionalismo. En el último decenio del siglo XX y en el primero del XXI, 98 de los 193 países que forman parte de la Organización de las Naciones Unidas adoptaron nuevas constituciones, entre ellos 8 de los 19 países latinoamericanos. Esto, además de varias constituciones que han sido reformadas en su esencialidad. En Argentina se considera que la reforma de 1994 tuvo como resultado una nueva Constitución y la Constitución refundida de Bélgica, de ese mismo año, también equivale a un nuevo texto.
Entre nosotros es el momento de analizar qué queremos hacer con la Constitución. Lo prioritario es reformarla en lo conducente al régimen de gobierno. La actual configuración del poder mantiene al país en condiciones precarias e imposibilita los llamados cambios estructurales requeridos por nuestro aparato productivo. Los hechos hablan por sí solos: la asimetría entre los órganos del poder político y la ausencia de controles políticos hace que las decisiones gubernamentales sean objeto de dudas comprensibles. Hace apenas unos años, al privatizar la banca, se dijo que siempre sería mexicana; poco duró esa promesa. Hoy es, en su mayoría, extranjera. Para justificar su entrega se adujo que sería a cambio de crédito abundante y barato; hoy es escaso y caro. No nos fue mejor con el argumento de que los ferrocarriles serían más eficientes en manos particulares. Hoy dependemos más del oneroso y contaminante trasporte automotor y tenemos un tendido inferior al que dejó Porfirio Díaz.
La democracia es incertidumbre de resultados pero certidumbre de procedimientos. Hasta ahora sólo contamos con las instituciones de la incertidumbre: el sistema electoral. Nos falta la segunda parte, las instituciones de la certidumbre, y estas conciernen al régimen de gobierno, que incluye al sistema representativo.
Pero no es todo. La Constitución está desfigurada. En este sentido tenemos dos opciones: un cambio de Constitución o una Constitución reordenada. Considero que, metodológicamente, primero deberíamos intentar su reordenación. Excepto el régimen de gobierno, el resto de la Constitución es rescatable si se somete a una revisión técnica sin modificar sus principios. Esta reordenación implicaría reescribirla para suprimir los excesos reglamentarios que ahora contiene, para uniformizar su estilo y para reubicar muchos de sus preceptos, como los que mantienen a las comisiones de derechos humanos y a la procuraduría general de la República en el capítulo del Poder Judicial.
La ventaja de una reordenación consiste en que los principios no se someten a un debate constituyente. Los principios de laicidad, bienestar, rectoría del Estado, justicia social y equidad tienen impugnadores abiertos y encubiertos; la prudencia indica no exponer al país a una nueva negociación sobre los consensos básicos que ya nos rigen. Empero, si no hay reformas satisfactorias al régimen de gobierno y se elude la opción de reordenar el texto constitucional, las circunstancias nos podrán llevar a un cambio completo que no nos debe tomar por sorpresa.
Sé que proponer este tipo de medidas es más sencillo que llevarlas a cabo. Pero no olvidemos que es la propia Constitución, en el artículo 39, la que otorga alv pueblo “el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Este es un principio esencial del constitucionalismo que figura entre nosotros desde Apatzingán: “la facultad de… establecer la forma de gobierno que más convenga a los intereses de la sociedad, constituye la soberanía” (artículo 2º).
También advierto que estoy hablando “en frío”, pues no hay un ambiente generalizado para impulsar medidas como las planteadas. Esto, empero, no es un obstáculo para pensar en lo conveniente y, con muchas probabilidades, en lo inevitable. Rousseau proclamó el derecho de cada generación a tomar sus propias decisiones y afirmó: “Si queremos fundar algo duradero, no pensemos en hacerlo eterno” (Contrato social, III, xi). Tenía razón.
La reordenación constitucional puede ser esa vía. De optarse por esta modalidad de reforma, mucho de lo que ahora figura en la Constitución podría integrarse a leyes constitucionales, ya propuestas por nuestro admirado maestro Héctor Fix-Zamudio. Estas leyes serían aprobadas por mayoría calificada, lo que daría seguridad de permanencia a los acuerdos entre los agentes políticos, que ahora han hecho de la norma suprema el instrumento predilecto de sus pactos.
*Campus-Milenio 14-02-13
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