CIRO MURAYAMA
El fuego cruzado de acusaciones entre algunos de comisionados del IFAI, que propiciaron un daño innecesario e inmerecido a una institución que es uno de los pocos frutos palpables de la alternancia, se detonó por un asunto que puede parecer simple y trivial pero que resultó complicadísmo: el nombramiento, entre los propios comisionados, del par que debía de presidirlos.
Conviene preguntarse si el problema se debe a las características de las personas involucradas en el diferendo (`que se vayan todos` fue el clamor inmediato) o si, más allá de los atributos individuales o falta de ellos, existe un mal diseño institucional que precisamente activa conflictos y conductas enconadas.
El hecho de que los integrantes de un órgano colegiado, designados de manera individual por otro poder, tengan la atribución de elegir a su presidente no es privativo del diseño del IFAI. Eso mismo encontramos, por ejemplo, en distintos organismos electorales locales. En el Instituto Electoral del Distrito Federal, recientemente renovado —sin que los grupos parlamentarios, por cierto, se guardaran de hacer aparecer a los candidatos a consejeros como independientes e imparciales como mandata la ley—, el primer asunto de la orden del día del nuevo Consejo General fue designar a su presidente.
Lo mismo ocurre en otras instancias electorales, como el propio Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Ahí, en cada una de las cinco salas regionales, los tres magistrados también tienen la tarea de elegir a su presidente, lo que ha dado lugar a fricciones y desencuentros no en torno al contenido de las sentencias, sino alrededor de quién ha de ocupar un cargo que, naturalmente, todos quieren. Es más, en la Sala Superior del mismo Tribunal hemos presenciado cómo quien ha encabezado la institución acaba perdiendo la presidencia por el voto en contra de todos sus demás colegas, y en el pasado la disputa por ese primer puesto ha propiciado arreglos que no necesariamente colocan al magistrado con más y mejores atributos al frente, sino al que desde un perfil más sombrío suscita menos recelos.
Una excepción es el Consejo General del IFE. Ahí la Cámara de Diputados elige directamente al consejero presidente. ¿Es mejor ese diseño? Conviene remitirse a los hechos y recordar que el Consejo General del IFE que suele ser mejor valorado, el de 1996 a 2003, tuvo serios problemas internos por ejemplo en 1998 —cuando se dio la salida del secretario ejecutivo— y que, de haber tenido los consejeros electorales la potestad de nombrar a su presidente —y por tanto de removerlo— seguramente la presidencia de aquel consejo habría vivido en plena inestabilidad no por presiones externas sino por conflictos domésticos. El nombramiento externo del consejero presidente aseguró en esos años de construcción del IFE autónomo la estabilidad institucional.
Sin embargo poco se ha aprendido de esa lección y se insiste en dar a los miembros de un cuerpo colegiado nombrados no para hacer política —como son las Cámaras del Congreso— sino para cumplir tareas bien delimitadas, la misión de nombrar a su presidente. Es el caso de la junta de gobierno del autónomo Instituto Nacional de Evaluación Educativa en la reciente reforma constitucional, cuyos integrantes, otra vez, tendrán como primera tarea que ponerse de acuerdo en quién es el presidente.
La crisis del IFAI es el ejemplo más sonado, pero no el único, en el que una atribución que en principio parece grata se convierte en la manzana de la discordia, en un dulce envenenado. El nombramiento entre tres, cinco o siete integrantes con las mismas atribuciones de un jefe causa más problemas que los que resuelve. Ese diseño despierta aspiraciones, agita rencores, propicia intrigas.
Quizá haya que pensar en otro diseño, que consista en buscar a los mejores hombres y mujeres para integrar un cuerpo colegiado, sin crear los incentivos para que demuestren que no lo son.
*El Universal 07-02-13
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