PEDRO SALAZAR UGARTE
Desde hace más de una década profesores, jueces y abogados han insistido en la necesidad de contar con una nueva Ley de Amparo para México. Estudios académicos, proyectos legislativos y ‘libros blancos’ dan cuenta de ello. Las malas prácticas, las interpretaciones restrictivas y las mañas de los litigantes fueron distorsionando el llamado “juicio de garantías” a lo largo de los años y; todas juntas, esas desviaciones motivaron la causa reformista que avanzó de manera prometedora en 2011 cuando se modificaron los artículos 94, 103, 104 y 107 de la Constitución. Con aquella reforma cambiaron las bases constitucionales del juicio de amparo de manera significativa: se ampliaron los supuestos para su procedencia, se incluyó a los tratados internacionales en materia de derechos humanos como parámetro para otorgar dicho medio de protección, se contempló la figura del interés legítimo (individual y colectivo), se consideró la posibilidad de realizar declaratorias generales de inconstitucionalidad, etc. Sin embargo, como era normal que sucediera, los alcances de esas reformas constitucionales y su impacto potencial en las relaciones entre el Estado y las personas quedaron —por decirlo de alguna manera— “suspendidos” hasta que no se aprobaran reformas a la ley secundaria.
Aquel año, en 2011, mediante un transitorio constitucional, los propios legisladores se dieron ciento veinte días para llevar a cabo las modificaciones legales. De hecho, en un gesto inusitado de responsabilidad, tuvieron el cuidado de posponer la entrada en vigor de las nuevas normas constitucionales durante un plazo de tiempo idéntico. Con ello, podemos legítimamente suponer, buscaban garantizar que las reformas constitucionales entraran en vigor una vez que estuviera aprobada la nueva legislación secundaria. Un cálculo digno de parlamento platónico. Pero la cruda realidad se impuso, la responsabilidad se esfumó y han pasado más de dieciséis meses desde que las reformas constitucionales entraron en vigor sin que se hayan aprobado las reformas a la ley secundaria. Así que la Nueva Ley de Amparo, hasta el día de hoy, brilla por su ausencia. Un caso de parálisis legislativa que, entre otros efectos, empujó a la Suprema Corte de Justicia a reemplazar al legislador adoptando Acuerdos Generales para sortear la situación. Todo un atentado contra la división de funciones entre los Poderes de la Unión del que pocos se sorprendieron y muchos menos se alarmaron.
Ello a pesar de que la ley de amparo no es un ordenamiento cualquiera porque de sus disposiciones depende la protección de nuestros derechos fundamentales. De hecho, no es casual que la reforma constitucional en esta materia fuera seguida de inmediato por la reforma en materia de derechos humanos. Los efectos de ambas operaciones están íntimamente concatenados y la aprobación de las leyes secundarias —en éstas y en otras materias sensibles— es el ancla para los cambios constitucionales. Por lo mismo resulta crucial la aprobación de las reformas legales que hoy se discuten en la Cámara de Diputados. Sobre todo ahora que se escuchan voces deseosas de echar marcha atrás en ambos frentes.
Sin duda la propuesta a discusión tiene defectos y limitaciones. El amparo es una materia muy compleja por lo que habrá que esperar a que las nuevas normas legales, una vez aprobadas, surtan efectos para poder calibrar todas sus virtudes y defectos. Ya habrá tiempo para realizar los ajustes necesarios. Eso sucede en cualquier materia porque en ninguna existen reformas definitivas. Lo importante es que la legislación se apruebe: en cuestiones de derechos y de su protección es tan importante evitar las reformas regresivas como superar el inmovilismo estéril. A la reforma de derechos humanos la amenazan las primeras y a la reforma de amparo la tiene secuestrada lo segundo. La peor ley en esta materia es la que no ha sido reformada; así que es hora de superar esa omisión tan ominosa.
*El Universal 12-02-13
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