PEDRO SALAZAR UGARTE
Primero lo primero: la violencia es inadmisible y debe censurarse. Las acciones perpetradas por los sujetos que tomaron el Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM merecen total y categórica reprobación. Son actos antidemocráticos y antiuniversitarios. Ahora, algo cierto y delicado: aunque parezca paradójico, la censura de los violentos en ocasiones demanda el uso de la fuerza pública. El reto de las democracias reside en superar esa paradoja. Para lograrlo existen algunas máximas estratégicas: la coacción debe ser una medida extrema, excepcional, proporcionada y, en todos los casos, debe justificarse. De lo contrario, el uso de la fuerza puede detonar una espiral de violencia. Y, cuando ello sucede, la autoridad se desmorona y vencen los violentos. Por eso celebro la estrategia que han adoptado las autoridades universitarias.
Las autoridades deben intervenir para desactivar los conflictos y para recuperar la tranquilidad perdida. Esto vale en todos los ámbitos de la convivencia: el juez dirime el desacuerdo entre las partes; el IFE resuelve las controversias entre los partidos; el delegado desactiva los conflictos vecinales; etcétera. Así que, cuando un grupo de abusivos agrede a unos universitarios inocentes, lastima la imagen de la UNAM y afecta su patrimonio, la intervención de la autoridad, antes que otra cosa, debe servir para detener el abuso, recuperar la tranquilidad e impedir que el conflicto escale. Esto no supone brindar un halo de impunidad a los rijosos pero sí exige enfrentar el conflicto con una visión estratégica. El fin que se persigue explica los medios que se adoptan. Si la negociación es el camino que conduce a la estabilización de la situación y es el único antídoto contra la reproducción de la violencia, entonces, debe ser bienvenida. Para los violentos se trata de una victoria pírrica y aparente: lo que importa es que sus medios han quedado desautorizados y se ha recuperado el espacio para la acción civilizada. La política democrática —que es diálogo y negociación— es la antítesis de la violencia y es la ruta que debe imperar. Esa sí es una victoria verdadera.
Por eso comparto la estrategia de las las autoridades de la universidad para encarar los hechos acontecidos en los días pasados. El rector de la Universidad, en un discurso que merece una lectura atenta, reprobó categóricamente los actos vandálicos y explicó la lógica de las decisiones y acciones emprendidas. Al rechazo “con toda energía y sin consideración alguna” de los hechos violentos lo acompaña una actuación caracterizada por la “sensibilidad” y la “prudencia”. El rector sabe que resulta “ligero” y “superficial” pensar que un “problema como éste se puede resolver fácilmente con la aplicación de la fuerza”. La tesis está anclada a sus propias convicciones (“queremos demostrar —dice Narro— que frente a los jóvenes, antes que con la fuerza, se debe actuar con la palabra y la razón”) pero, sobre todo, hace palanca con su responsabilidad institucional (“queremos —remata— regresar a la normalidad no a las noches oscuras que han afectado a la universidad en otros tiempos”). Narro entiende que ceder ante las pulsiones que piden violencia contra los violentos podría “agravar, replicar o multiplicar” el problema. Hay mucha sensatez detrás de ese reconocimiento.
Evitar confundir la firmeza con el autoritarismo y comprender que el diálogo y la legalidad son instrumentos alternativos al uso de la fuerza para superar los conflictos son rasgos propios del pensamiento democrático. Lo contrario, pensar que la mano dura es el único antídoto contra los intransigentes, es propio del autoritarismo. La primera estrategia confía en la autoridad moral de la comunidad universitaria, en sus principios ilustrados para desactivar la sinrazón de los violentos; la segunda, en cambio, se mimetiza en la forma y en el fondo a la irracionalidad de los extremistas. Esta es una oportunidad para refrendar la vocación democrática de los universitarios.
*El Universal 28-02-13
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