El ensayo novelado de José Woldenberg, El desencanto (Cal y Arena, México, 2009, 386 pp.), es una reflexión sobre la vida política de México a lo largo de las últimas tres décadas y sobre lo que ha sido la izquierda en nuestro país en ese dilatado periodo. El libro conjuga la biografía política de un personaje, Manuel —quien se incorpora a la militancia para impulsar el sindicalismo universitario en los setenta, luego se suma a la tarea de la unificación de los partidos de la izquierda hasta llegar al PRD, y más tarde se dedica a la construcción de las instituciones que hicieron viable la expansión del sistema pluripartidista que sustituyó al régimen de partido hegemónico—, con un conjunto de ensayos sobre distintos autores clave del siglo XX —Arthur Koestler, Howard Fast, André Gide, Ignazio Silone, George Orwell, José Revueltas y Víctor Serge—, quienes, en distintos momentos y países, abrazan el sueño comunista para luego despertar en la pesadilla de los autoritarismos de izquierda. Es un libro que tiene los pies en México y la mirada en el mundo.
La noción del desencanto arraiga tanto en Manuel como en la experiencia vital de los autores cuya obra y reflexiones acerca de la militancia, el partido y la causa son visitadas y reconstruidas por José Woldenberg. En el caso de Manuel, el desencanto tiene cuatro momentos decisivos, aunque los nutrientes son más: primero, el movimiento estudiantil del CEU en la segunda mitad de los años ochenta, que más que defender derechos —universales— defendió privilegios —de unos cuantos—; segundo, la incapacidad del PRD para desplegar en los primeros años de historia de ese partido una discusión genuina para trazar la línea política y, en cambio, la decisión colectiva y abrumadoramente mayoritaria de ceder al dictado de la palabra del líder, del infalible, del caudillo; tercero, la obnubilación de parte de la izquierda mexicana ante el alzamiento zapatista y el coqueteo abierto con la vía violenta como método transformación y, cuarto, la mentira que significó inventar la existencia de un fraude electoral en las votaciones presidenciales de 2006.
Ofrezco como aperitivo, como invitación a la lectura completa del más reciente libro de Woldenberg, algunos de mis subrayados:
* “Política sin ética es puro pragmatismo; y ética sin política es puro diletantismo” (p. 16).
* “No nos gustaba la vida política del país: vertical monopartidista, antidemocrática. No nos gustaban los medios de comunicación: oficialistas, serviles. No nos gustaba la oceánica desigualdad social que marcaba a México. Pero por ello, la actividad política tenía miga y creíamos que podíamos cambiar” (p. 42).
* “Lo bueno de la política reformista —solía decir Manuel— es que convierte en celebración cada paso que da” (p. 18).
* “No se trataba de adherirse a grandes causas inasibles, de compartir los anhelos de grupos intangibles, sino de trabajar todos los días por algo que se encontraba al alcance de la mano. Y de esa manera se edificaba en tierra firme, un sustrato material para la militancia política” (p. 26).
* “A la izquierda le ha hecho mucho mal subordinar o intentar subordinar a los intelectuales. Y no hay nada más triste que un intelectual que se asume como correa de transmisión de los dictados partidiarios. Le hace un flaco favor a la causa y a sí mismo” (p. 156).
* “Entre soberbios, irresponsables, sumisos y vándalos no es fácil hacer política” (p. 32).
* “No se trata de hacer a un lado la evaluación de la estrategia gubernamental en la cual se reproducen fraudes electorales, campañas de desprestigio contra el PRD, marrullerías de todo tipo, sino de asumir una serie de responsabilidades que deberían derivar de compromisos democráticos del PRD. Para decirlo de otra forma: ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, puede ser un espléndido ejercicio de autoengaño, pero sobre todo, un expediente para privar al PRD del momento de reflexión y readecuación de su política que la situación parece demandar” (p. 212).
* “La única variable que nosotros podemos controlar es nuestra conducta y nuestros dichos, y desplegar sólo una política reactiva es hacerle el juego a los enemigos” (p. 208).
* “Los medios nunca son anodinos. Modelan a los fines y a quienes los utilizan (…) Una vez que se toman las armas, éstas pueden ser usadas contra los enemigos, los adversarios, los inocentes, los compañeros y los amigos. Esa lógica-ilógica no falla nunca” (p. 60).
* “La guerra, su lógica y su lenguaje sólo pueden ofrecerle al país un reguero de destrucción” (p. 284).
* “La Iglesia tuvo su Inquisición para perseguir a los herejes. La izquierda no la necesita, cada uno de nosotros es una Inquisición” (p. 96).
* “Era desalentador ver cómo el candidato primero acuñó la tesis del fraude y luego, como si fuera un sultán, una corte de seguidores empezó a construir las más descabelladas versiones de cómo había sucedido. En 1984 el Gran Hermano, infalible, primero expresa lo que quiere oír y luego el aparato se encarga de que escuche lo que quiere escuchar” (p. 373).
* “Porque autonomía de juicio y pertenencia a una comunidad de la fe resultan antónimos. La primera es subversiva al poner en duda las certidumbres consagradas —argamasa que cohesiona a los creyentes—, mientras la segunda necesita y reclama sumisión, integración y adoración” (p. 322).
* “Y ya lo sabemos: las evidencias empíricas no trastocan las certezas del creyente, las explicaciones racionales no carcomen la fe. La duda es el principal corrosivo de las verdades reveladas, y quien se aleja del círculo de los ‘verdaderos’, de los devotos, es tratado como hereje, como apóstata, renegado” (p. 321).
* “La izquierda cursó un periplo unificador complejo, pero productivo. Fue acicate y beneficiaria de los cambios democratizadores y sin embargo su compromiso democrático no acaba de asentarse. O a veces esa impresión proyecta” (p. 372).
* “Somos la generación del desencanto, hemos hecho mucho ruido y nuestras nueces están podridas” (p. 12).
La noción del desencanto arraiga tanto en Manuel como en la experiencia vital de los autores cuya obra y reflexiones acerca de la militancia, el partido y la causa son visitadas y reconstruidas por José Woldenberg. En el caso de Manuel, el desencanto tiene cuatro momentos decisivos, aunque los nutrientes son más: primero, el movimiento estudiantil del CEU en la segunda mitad de los años ochenta, que más que defender derechos —universales— defendió privilegios —de unos cuantos—; segundo, la incapacidad del PRD para desplegar en los primeros años de historia de ese partido una discusión genuina para trazar la línea política y, en cambio, la decisión colectiva y abrumadoramente mayoritaria de ceder al dictado de la palabra del líder, del infalible, del caudillo; tercero, la obnubilación de parte de la izquierda mexicana ante el alzamiento zapatista y el coqueteo abierto con la vía violenta como método transformación y, cuarto, la mentira que significó inventar la existencia de un fraude electoral en las votaciones presidenciales de 2006.
Ofrezco como aperitivo, como invitación a la lectura completa del más reciente libro de Woldenberg, algunos de mis subrayados:
* “Política sin ética es puro pragmatismo; y ética sin política es puro diletantismo” (p. 16).
* “No nos gustaba la vida política del país: vertical monopartidista, antidemocrática. No nos gustaban los medios de comunicación: oficialistas, serviles. No nos gustaba la oceánica desigualdad social que marcaba a México. Pero por ello, la actividad política tenía miga y creíamos que podíamos cambiar” (p. 42).
* “Lo bueno de la política reformista —solía decir Manuel— es que convierte en celebración cada paso que da” (p. 18).
* “No se trataba de adherirse a grandes causas inasibles, de compartir los anhelos de grupos intangibles, sino de trabajar todos los días por algo que se encontraba al alcance de la mano. Y de esa manera se edificaba en tierra firme, un sustrato material para la militancia política” (p. 26).
* “A la izquierda le ha hecho mucho mal subordinar o intentar subordinar a los intelectuales. Y no hay nada más triste que un intelectual que se asume como correa de transmisión de los dictados partidiarios. Le hace un flaco favor a la causa y a sí mismo” (p. 156).
* “Entre soberbios, irresponsables, sumisos y vándalos no es fácil hacer política” (p. 32).
* “No se trata de hacer a un lado la evaluación de la estrategia gubernamental en la cual se reproducen fraudes electorales, campañas de desprestigio contra el PRD, marrullerías de todo tipo, sino de asumir una serie de responsabilidades que deberían derivar de compromisos democráticos del PRD. Para decirlo de otra forma: ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, puede ser un espléndido ejercicio de autoengaño, pero sobre todo, un expediente para privar al PRD del momento de reflexión y readecuación de su política que la situación parece demandar” (p. 212).
* “La única variable que nosotros podemos controlar es nuestra conducta y nuestros dichos, y desplegar sólo una política reactiva es hacerle el juego a los enemigos” (p. 208).
* “Los medios nunca son anodinos. Modelan a los fines y a quienes los utilizan (…) Una vez que se toman las armas, éstas pueden ser usadas contra los enemigos, los adversarios, los inocentes, los compañeros y los amigos. Esa lógica-ilógica no falla nunca” (p. 60).
* “La guerra, su lógica y su lenguaje sólo pueden ofrecerle al país un reguero de destrucción” (p. 284).
* “La Iglesia tuvo su Inquisición para perseguir a los herejes. La izquierda no la necesita, cada uno de nosotros es una Inquisición” (p. 96).
* “Era desalentador ver cómo el candidato primero acuñó la tesis del fraude y luego, como si fuera un sultán, una corte de seguidores empezó a construir las más descabelladas versiones de cómo había sucedido. En 1984 el Gran Hermano, infalible, primero expresa lo que quiere oír y luego el aparato se encarga de que escuche lo que quiere escuchar” (p. 373).
* “Porque autonomía de juicio y pertenencia a una comunidad de la fe resultan antónimos. La primera es subversiva al poner en duda las certidumbres consagradas —argamasa que cohesiona a los creyentes—, mientras la segunda necesita y reclama sumisión, integración y adoración” (p. 322).
* “Y ya lo sabemos: las evidencias empíricas no trastocan las certezas del creyente, las explicaciones racionales no carcomen la fe. La duda es el principal corrosivo de las verdades reveladas, y quien se aleja del círculo de los ‘verdaderos’, de los devotos, es tratado como hereje, como apóstata, renegado” (p. 321).
* “La izquierda cursó un periplo unificador complejo, pero productivo. Fue acicate y beneficiaria de los cambios democratizadores y sin embargo su compromiso democrático no acaba de asentarse. O a veces esa impresión proyecta” (p. 372).
* “Somos la generación del desencanto, hemos hecho mucho ruido y nuestras nueces están podridas” (p. 12).
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