Paul Kahan es el más importante autor en una corriente denominada “análisis cultural del derecho”. Esta forma de apreciar las normas jurídicas parte de una crítica al sistema contemporáneo de análisis y enseñanza del derecho. Como hoy las conocemos, estas prácticas se basan, no en el estudio a profundidad de las instituciones jurídicas, sino en el de su historia reciente —tan reciente como las últimas reformas legislativas— y además todo sobre la base del dogma del progreso. Por alguna razón siempre pensamos que la reforma implica progreso y que siempre estamos caminando hacia adelante. Al contrario, Kahan propone un modelo en el que se pueden analizar las instituciones jurídicas como fenómenos culturales, como sucede con la literatura, las artes, la historia y la sociología. Se trata de acercar los fenómenos a los ciudadanos, desde ese punto de vista el estudio se centra en dos elementos que hacen posible la norma: el consenso —que refleja el estado cultural de una sociedad— y la racionalidad, —que refleja la dogmática y el desarrollo de las disciplinas jurídicas—. Estamos llegando a un punto en nuestra historia en que debemos preocuparnos más por discutir a fondo el estado de nuestro marco jurídico, que nos prepare, no para el futuro, sino con el fin de resolver el presente que ya de suyo urge. Las reformas propuestas por el Presidente son un punto de avance en ese sentido y han tenido ya un mérito que es necesario reconocer: han puesto en marcha el diálogo hacia objetivos precisos. El resto, o bien es parte del anecdotario político o es parte de la marcha hacia esos acuerdos básicos. La experiencia ha demostrado que no requerimos una nueva Constitución, pero sí un nuevo marco jurídico y un nuevo sistema de valores democráticos. Es cierto que los partidos son, sobre todo, instituciones ciudadanas, sin embargo, su divorcio de la sociedad ha implicado que cada vez más ciudadanos organizados estén presionando sobre la realidad política para generar consenso u obligar a quienes deben formarlos a dar pasos adelante. Ninguna propuesta es la última palabra, pero encierra, en sí misma, la posibilidad del acuerdo. Todo puede ser negociado, una de las bases de la democracia es que ni hay valores absolutos ni ninguna postura es invencible. Si los partidos apuestan por su respectiva reforma, bien, siempre que estén dispuestos a entrar al diálogo. Lo que ya no es posible es sostener la idea de que normas basadas en el pasado permitan solucionar los problemas de un presente que ha cambiado hasta nuestra forma de vernos en el mundo. El mayor peligro está hoy en la falta de actores que decidan renunciar a sus posiciones de los partidos y a sus cuotas del poder, para perfeccionar el ejercicio de la política. Aquí no necesitamos una Moncloa, lo que requerimos es aprovechar una democracia ya formada y sacarla de las normas justas para llevarlas a la vida diaria. Esta ocasión de diálogo es una oportunidad histórica.
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