A fines de los 60 se hablaba del “dilema mexicano” en dos vertientes: la modernización política por la superación del Estado patrimonialista y corporativo y nuestra inserción plena en la economía y el comercio mundiales. Del otro lado: la profundización de las reformas sociales y la prolongación del nacionalismo económico como plataformas de despegue. No acertamos a encaminar la transición hacia la democracia y convertimos un autoritarismo compacto en impunidad desbocada. Nos abrimos al exterior bajo premisas asimétricas en desmedro del desarrollo interno y nos insertamos en la globalidad por vía de la subordinación y la progresiva desintegración de los componentes nacionales. Hay extendida conciencia de que hemos llegado a una situación límite y nos obsede la gravitación de la memoria: la certeza de que el bicentenario es una cita implacable. Quienes habíamos propuesto su festejo por el establecimiento de un gobierno de unidad nacional —tras la revocación del Ejecutivo— fuimos agredidos, aunque ahora el clamor popular por la renuncia vaya en ascenso. El debate pretende ser confinado a la precaria iniciativa de Calderón y a las respuestas de sus contrapartes senatoriales. En la Cámara de Diputados la izquierda ha presentado un proyecto alternativo que comprende las grandes cuestiones del Estado: la recuperación de la soberanía, los derechos humanos y la justicia, la democratización verdadera, la reforma social y el cambio del modelo económico. Los ámbitos de discusión no son exclusivamente parlamentarios. A las universidades les importan el extravío de la identidad nacional y los síntomas alarmantes de la decadencia; a los actores económicos y sociales la pérdida irreparable de espacios y seguridades; a los jóvenes, la ausencia de destino. A todos, la impotencia colectiva. Voceros oficiosos proponen adelantar el 2012 por una discusión en apariencia programática: “un futuro para México” lo llaman y ellos mismos contestan: la ampliación del TLC a todos los dominios. En vez de la “enchilada completa”, el hot-dog obligatorio: la anexión de México a Estados Unidos, en el supuesto de que éste la quiera. El proyecto de unidad de América Latina y el Caribe aderezado en la cumbre de Cancún pareciera caminar en sentido opuesto. Encierra para nosotros una opción de integración hacia el sur y depende en buena medida de las decisiones que México adopte el ritmo y naturaleza del proceso iniciado. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños tiene aún contornos institucionales indefinidos y tiempos diversos de coagulación. Las propuestas formuladas son de tres niveles: la consolidación de un foro común y por tanto la desaparición del Grupo de Río, la creación de un “mecanismo” regional o bien la construcción de un organismo supranacional. Los más avanzados se pronunciaron por la tercera hipótesis, a sabiendas de sus enormes dificultades, pero también de los organismos multilaterales preexistentes que podrían fundirse mediante una voluntad política clara. La mayor parte se conformaría por ahora con un arreglo institucional que permitiese avanzar seriamente hacia un estadio superior. Ésa sería la posición promovida por el Brasil, a quien podríamos atribuir la paternidad de la criatura. Durante más de un decenio nuestra diplomacia vio con recelo los progresos del Mercosur y luego del Unisur, que excluían a México. Sería incongruente que hoy no empujásemos una propuesta que nos incluye de modo preponderante. La ambivalencia de nuestra posición —que se expresa en relaciones dicotómicas entre Los Pinos y la Cancillería— obedece al vaciamiento del Estado y a la incapacidad de sus dirigentes para generar un nuevo consenso nacional. Les aterra la acusación falaz de que pretendemos enterrar a la OEA y alejarnos de Norteamérica. La definición de una política exterior de largo plazo y de sus instrumentos constitucionales pasa al centro del debate público. Cómo recuperar el ejercicio de una soberanía dañada y compartirla con aliados históricos. He ahí la síntesis del dilema.
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