El descubrimiento de la ejecución sumaria de un presunto delincuente y la lluvia de declaraciones de las autoridades en su afán por evitar cualquier responsabilidad, exige toda nuestra atención. Este terrible episodio no es aislado. Hace algunos días EL UNIVERSAL (10 de marzo de 2010), también dio cuenta de la suerte de otro detenido que tiempo después apareció muerto. Con ello se especulaba sobre el inicio de la hostilidad entre zetas y el cártel del Golfo. En su momento, las autoridades anunciaron con bombo y platillo la captura de Sergio Peña Mendoza, alias El Concorde. Después nadie sabe qué pasó. Peña Mendoza fue encontrado muerto en Tamaulipas. ¿Cuántos más desaparecen en manos de nuestras autoridades? La pregunta no es fácil de responder. Pero me temo que la capacidad para exigir una respuesta a nuestras autoridades también se ha visto limitada. El mismo día que se daba cuenta de la historia de El Concorde, EL UNIVERSAL informaba sobre la resolución de la Suprema Corte de Justicia por la que se negó el acceso a la información de investigaciones en progreso a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). La situación es simple: hay testimonios claros de excesos y tortura en la lucha contra la delincuencia y los ciudadanos e, incluso, las instituciones encargadas de velar por el respeto a los derechos humanos, no nos enteramos. No nos podemos enterar porque son las autoridades las que sistemáticamente juegan con la información. Los nombres de los detenidos son revelados para presumirlos cuando se considera conveniente. Son migajas de información. Las irregularidades son ocultadas. La política de acceso a la información en seguridad pública y procuración de justicia parece construirse sobre el no como premisa fundamental. Nuestra única alternativa para encontrar información son las pifias descaradas de las autoridades. En estas circunstancias no hay condiciones para la fiscalización.
Desde hace tiempo se debió poner un alto a la complacencia frente a los excesos en el combate a la delincuencia organizada. No nos engañemos con la idea de que la dureza en contra de la delincuencia organizada se justifica por lo sórdido de la actuación de sus miembros. Las autoridades cumplen con una función fundamental para nuestra sociedad. En su desempeño deben ser intachables. Quien no lo sea, debe ser castigado. Desde luego que es duro enfrentarse día a día a una delincuencia cruel y sofisticada. Precisamente por eso pedimos disciplina, capacidad y equipamiento para nuestros cuerpos de seguridad. Lo que no podemos pedir es impunidad frente a su actuación abusiva. Las dinámicas de abuso, cuando se les deja, pronto se extienden a otros espacios. Hoy se abusa de los detenidos por delincuencia organizada. Mañana cualquiera de nosotros puede enfrentar esos mismos abusos. Cuando los encargados de hacer respetar la ley se especializan en incumplirla, su función pierde toda legitimidad. No hay salidas ni rápidas ni fáciles a nuestra crisis. Pero que quede claro, la estrategia del abuso, de la tortura, de la ejecución sumaria, es la más errada. La estrategia de ocultar información es igualmente errada.
Por otro lado, para justificar las limitaciones que enfrenta la CNDH para acceder a información en poder de la Procuraduría, algunos ministros argumentaron que existía riesgo de que la información pudiera ser filtrada por personal de la CNDH a la delincuencia. Incluso si suponemos que pudieran existir problemas para que confiemos en los funcionarios de la CNDH, ¿qué nos hace pensar que podemos confiar más en quienes prestan sus servicios en la Procuraduría? El resultado de la decisión de la Corte es que la función de fiscalización de la CNDH sobre lo que ocurre en las investigaciones criminales queda prácticamente en manos del órgano fiscalizador. Cuando no fluye la información, el campo para los excesos está abierto. El campo para disfrazar investigaciones mal hechas está abierto. El campo para ser discrecional y parcial en el ejercicio de la función pública también está abierto.
Todo lo anterior nos debe llevar a considerar cambios importantes. Los legisladores deben rectificar. La aprobación de normas que reducen la posibilidad de fiscalizar la actuación de los órganos de seguridad pública o de procuración de justicia es contraria al interés público. Los órganos de seguridad y de procuración de justicia deben entender que una de sus funciones es perseguir a quienes incumplen la ley, pero esa persecución no puede hacerse al margen de la ley. Los mandos superiores de los cuerpos de seguridad y de las Fuerzas Armadas deben exigir que sus subordinados cumplan con la ley. Ocultar estos datos es como querer tapar el sol con un dedo. Los jueces deben comprender que su labor fundamental es la protección de derechos. Esta tarea también implica tragos amargos. Pero para una democracia es preferible el trago amargo de la liberación de un criminal por errores en su proceso, que soportar la existencia del abuso en el ejercicio del poder. Finalmente, para los ciudadanos, es necesario reconocer la gravedad de la situación. Pero también reconocer que la aparente vía fácil de la ejecución sumaria o el abuso, no va a solucionar nuestros problemas. Así lo debemos exigir.
Desde hace tiempo se debió poner un alto a la complacencia frente a los excesos en el combate a la delincuencia organizada. No nos engañemos con la idea de que la dureza en contra de la delincuencia organizada se justifica por lo sórdido de la actuación de sus miembros. Las autoridades cumplen con una función fundamental para nuestra sociedad. En su desempeño deben ser intachables. Quien no lo sea, debe ser castigado. Desde luego que es duro enfrentarse día a día a una delincuencia cruel y sofisticada. Precisamente por eso pedimos disciplina, capacidad y equipamiento para nuestros cuerpos de seguridad. Lo que no podemos pedir es impunidad frente a su actuación abusiva. Las dinámicas de abuso, cuando se les deja, pronto se extienden a otros espacios. Hoy se abusa de los detenidos por delincuencia organizada. Mañana cualquiera de nosotros puede enfrentar esos mismos abusos. Cuando los encargados de hacer respetar la ley se especializan en incumplirla, su función pierde toda legitimidad. No hay salidas ni rápidas ni fáciles a nuestra crisis. Pero que quede claro, la estrategia del abuso, de la tortura, de la ejecución sumaria, es la más errada. La estrategia de ocultar información es igualmente errada.
Por otro lado, para justificar las limitaciones que enfrenta la CNDH para acceder a información en poder de la Procuraduría, algunos ministros argumentaron que existía riesgo de que la información pudiera ser filtrada por personal de la CNDH a la delincuencia. Incluso si suponemos que pudieran existir problemas para que confiemos en los funcionarios de la CNDH, ¿qué nos hace pensar que podemos confiar más en quienes prestan sus servicios en la Procuraduría? El resultado de la decisión de la Corte es que la función de fiscalización de la CNDH sobre lo que ocurre en las investigaciones criminales queda prácticamente en manos del órgano fiscalizador. Cuando no fluye la información, el campo para los excesos está abierto. El campo para disfrazar investigaciones mal hechas está abierto. El campo para ser discrecional y parcial en el ejercicio de la función pública también está abierto.
Todo lo anterior nos debe llevar a considerar cambios importantes. Los legisladores deben rectificar. La aprobación de normas que reducen la posibilidad de fiscalizar la actuación de los órganos de seguridad pública o de procuración de justicia es contraria al interés público. Los órganos de seguridad y de procuración de justicia deben entender que una de sus funciones es perseguir a quienes incumplen la ley, pero esa persecución no puede hacerse al margen de la ley. Los mandos superiores de los cuerpos de seguridad y de las Fuerzas Armadas deben exigir que sus subordinados cumplan con la ley. Ocultar estos datos es como querer tapar el sol con un dedo. Los jueces deben comprender que su labor fundamental es la protección de derechos. Esta tarea también implica tragos amargos. Pero para una democracia es preferible el trago amargo de la liberación de un criminal por errores en su proceso, que soportar la existencia del abuso en el ejercicio del poder. Finalmente, para los ciudadanos, es necesario reconocer la gravedad de la situación. Pero también reconocer que la aparente vía fácil de la ejecución sumaria o el abuso, no va a solucionar nuestros problemas. Así lo debemos exigir.
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