domingo, 7 de octubre de 2012

¿QUÉ CUENTAS RINDE AL?


RICARDO BECERRA LAGUNA

Un vistazo histórico al subcontinente, digamos los últimos 30 años, nos conduce a una conclusión nada despreciable: por primera vez, América Latina puede reclamar una tradición democrática propia, una experiencia que lleva ya un largo periodo construyendo, reformando, practicando y ciñéndose al libreto básico de la democracia política.

No es poca cosa. Desde su fundación como entidades independientes -desde 1810- la idea democrática ha gravitado en las cabezas de los héroes, los padres de la patria, de los redactores constitucionales, facciones, grupos o partidos, desde Argentina hasta México, marcadamente influenciados -en la práctica política y en el pensamiento- por el halo de la Ilustración europea, enfrentados siempre a un pasado monárquico, violenta y profundamente desigual, como en ninguna otra parte del planeta.

1977 en México. Una reforma política que disparó una flecha de cambios imparables. 1980 en Uruguay: la primera vez que los militares aceptaban una consulta popular en el continente... y la perdieron. Y esa derrota político-electoral, históricamente, abrió el camino a otras tantas transformaciones esperanzadoras que, en cascada, configuraron un escenario completamente nuevo, claramente distinto al esculpido por la Guerra Fría, en el que, por fin, los partidos de derecha y de izquierda tendrían por igual un lugar legítimo en la competencia por el poder y en el debate público. ¿Ven que no es poca cosa?

A partir de ese momento Latinoamérica entra por derecho propio a la marejada de la tercera ola democratizadora y, con ello, configura una "edad" política, un periodo tan singular en su conflictiva y tan largo en el tiempo que ya puede tratarse como "un periodo histórico".

Los temas de ese periplo son obsesivamente electorales, en todas partes: en 30 años llevamos dos centenas de reformas constitucionales -con una decena de constituciones nuevas-, leyes de partidos nuevas, códigos electorales inaugurados y centenas de veces reformados, surgimiento de nuevos organismos puestos a ordenar la competencia política, a revisar las finanzas de los partidos, adopción de la segunda vuelta como fórmula estelar latinoamericana, modificación de los Congresos, introducción de nuevas modalidades de relación entre poderes y un largo etcétera, han escrito la historia de esa metamorfosis que cobija ahora una nueva realidad democrática.

Pero a pesar de su dominio, poco a poco, lo electoral se ha ido decantando y ha ido derivando -a codazos- en México y América Latina, para dar paso a "otra agenda", ya no la del "acceso" al poder, sino la del "ejercicio" del poder, y por lo tanto de los controles, pesos y contrapesos, fiscalizaciones, revisiones públicas, acceso a la información, sanciones a los que el gobierno electo debe -idealmente- sujetarse.

Es una agenda históricamente nueva y no tiene más de 15 años. Los Tribunales de Cuentas en Panamá, Brasil, Chile, El Salvador, Honduras y República Dominicana dan una idea de la discusión -no sé si del éxito- de un cuerpo con las capacidades para ordenar investigaciones, valorar y sancionar directamente, sin apelación posible, a instituciones o funcionarios en sus países.

Otra pequeña oleada son las leyes de transparencia y acceso a la información. Casi toda Latinoamérica las ha adoptado, pero de un modo tan diverso y alambicado, que es difícil reconocer el verdadero alcance y el verdadero "traslado de poder" hacia los ciudadanos.

Otra vertiente es la contabilidad del gasto gubernamental claro, homogéneo (hasta en línea), que intentan con seriedad Brasil y Colombia, y por supuesto, las fiscalías anticorrupción que son un tema obsesivo en el Cono Sur.

En resumen: la rendición de cuentas en América Latina ya es un tema de su actualidad política y legislativa, pero su desarrollo es limitado y extraordinariamente heterogéneo (Chile y Venezuela, por ejemplo, avanzan hacia universos institucionales en las antípodas).

Y finalmente el ajuste de cuentas, es decir, las leyes y las indagatorias de la memoria histórica, que desde Guatemala al Perú han puesto en marcha una labor siempre dolorosa, de reconocimiento de las consecuencias humanas del autoritarismo, de esa época en la que "se hacía política con miedo".

Bienvenida esa agenda. Esos nuevos temas y la idea de que un gobierno democrático es bueno, no sólo por los votos libres y bien contados, sino porque se sabe parte de un Estado, de una estructura, dentro de la cual será vigilado y exigido por poderes y mecanismos igualmente legítimos: los de la rendición de cuentas.

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