MARÍA DEL CARMEN ALANÍS
México es el país latinoamericano con mayor población indígena: 6.9 millones, de acuerdo con el último censo INEGI. Es, también, una de las naciones que menos eficaces han sido en lograr que esa pluralidad se exprese en los órganos políticos de toma de decisiones.
Ese déficit ocasiona importantes riesgos a la calidad de la democracia. El más evidente está del lado de la representación, pues difícilmente cuerpos colegiados que excluyen a algún grupo podrán generar políticas públicas que reflejen adecuadamente las preferencias de todo el universo social. Pero además, la falta de instrumentos para que grupos culturalmente diversos compartan el poder puede traducirse en imposiciones de las mayorías dominantes, o bien en flagrantes violaciones a los derechos fundamentales.
Ese fue el sentido de la ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo respecto de los Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes y, más importante, del reconocimiento a nivel constitucional, en 2001, de que la composición pluricultural de la nación está sustentada originalmente en los pueblos indígenas.
A partir de entonces, el Estado mexicano ha generado instrumentos de política pública de mayor o menor efectividad para involucrar a los pueblos indígenas en la toma de decisiones. Uno de ellos provino del reconocimiento de su derecho al autogobierno y se tradujo en elecciones por “usos y costumbres”, a través de las cuales cientos de municipios con fuerte presencia indígena eligen a sus autoridades, atendiendo a los valores de la comunidad y a su propia cosmovisión. Como resultado, el derecho electoral coexiste en algunas regiones del país con sistemas normativos indígenas, lo que se traduce una enorme riqueza cultural en el mosaico político del país.
Pero los derechos de participación política no se agotan ni alcanzan su último objetivo con la elección de autoridades municipales, ni mucho menos con las regidas por usos y costumbres. Éstos deben protegerse y maximizarse cuando los miembros de los pueblos indígenas buscan intervenir activamente en la elección de los otros órganos de gobierno o poderes públicos que conforman al Estado mexicano. Así lo consideró la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, al resolver la demanda que le presentó la organización indígena oaxaqueña Shuta Yoma. Ésta controvirtió la decisión de la autoridad electoral local que les negó el registro como partido político al no lograr demostrar la cantidad de afiliados que la ley electoral local exige para ese propósito (1.5% del listado nominal).
Atendiendo a precedentes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (caso Yatama vs Nicaragua) y a la obligación de aplicar el principio propersona en la tutela de los derechos político-electorales, en el proyecto se propuso que, en virtud de que Shuta Yoma se identifica como una agrupación indígena, el Estado tiene el deber de adoptar medidas positivas y compensatorias adecuadas e idóneas para procurar que puedan ejercer su derecho a la asociación. Debía ponderarse la complejidad que representa reunir en asambleas a ciudadanos pertenecientes a distintos pueblos o etnias, quienes hablan distintas lenguas, en tan poco tiempo.
En tal virtud, se ordenó a la autoridad de Oaxaca otorgar a Shuta Yoma un plazo de 30 días para presentar las 8 mil 586 solicitudes de afiliación que les faltaron, en sustitución del plazo de 24 horas que originalmente les fue fijado.
Aún más, la experiencia de esta organización indígena nos llevó a ponderar la importancia de su interés por participar en el sistema de partidos. Es posible concluir que las autoridades electorales tenemos el deber de interpretar y aplicar en favor de los pueblos indígenas las disposiciones relativas al registro y constitución de los partidos políticos, porque de ese modo se cumplen los objetivos de máxima inclusión y acceso al sistema democrático, del cual también forman parte sustancial.
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