CIRO MURAYAMA RENDÓN
Al conocido milagro de la multiplicación del pan y los peces habrá que sumar el de la reforma laboral si consigue, como dicen sus promotores, la multiplicación de los empleos formales en México.
En primer lugar porque buena parte de las modificaciones a la Ley Federal del Trabajo buscan promover la flexibilidad para fomentar la creación de empleo, pues se asume que padecemos una rigidez laboral que obstaculiza la entrada y salida a la ocupación formal. Sin embargo, las cifras sobre ocupación muestran lo contrario. En este mismo espacio nos hemos referido ya a la amplia destrucción de empleo ocurrida en la crisis de 2008 o a la dimensión real de la informalidad —del 60 por ciento, cifra que acaba de confirmar esta semana el Banco Mundial—. Pero hay más evidencia robusta sobre la enorme flexibilidad del mercado de trabajo mexicano. Santiago Levy, exsubsecretario de Hacienda y ex director del IMSS, ajeno al mundo sindical y opositor en México, demostró en su libro Buenas intenciones, malos resultados (Editorial Océano, 2010), que hay una alta rotación de acceso y abandono del empleo formal en México. Dice Levy: “en el periodo de 10 años (…) un trabajador inscrito en el IMSS (…) pasó 67 por ciento de ese tiempo en el empleo formal y 33 por ciento en una condición laboral diferente”, esto es, estuvo ocupado como informal, fue desempleado o inactivo. Además, Levy analizó el comportamiento de las cuentas de ahorro para el retiro de los trabajadores y concluye que “el tiempo promedio en la formalidad de la totalidad de los trabajadores sujetos a la actual ley del Seguro Social fue de 45 por ciento”.
¿Cómo es que los trabajadores afiliados al IMSS en 10 años sólo hayan cotizado el 45 por ciento del tiempo? Pues por la alta movilidad de los trabajadores que pasan continuamente por el empleo formal, el informal y el desempleo. Ergo, flexibilidad ya tenemos, y mucha. La nueva ley, en el mejor de los casos, reconoce lo que ya existe de facto, pero no lo cambia.
La regulación de la subcontratación y la creación de contratos de prueba, de capacitación o por horas favorecen precisamente la idea de flexibilizar aún más el mercado. Sin embargo, a diferencia de lo que ha ocurrido en aquellos países donde se reconoce la flexibilidad del mercado de trabajo y a la vez se busca proteger el bienestar de los trabajadores —y a través de ellos a la población—, aquí no se avanzó en la ampliación de la seguridad o protección social. Lo que se conoce como “flexiseguridad” parte del hecho de que los trabajadores rara vez estarán en el mismo empleo toda la vida, que entran y salen de la actividad con mayor dinamismo, y que ello no debe implicar caer en la precariedad e inseguridad, por lo que se generan redes de protección que incluyen sistemas de salud y de pensiones genuinamente universales. Esta dimensión quedó fuera del planteamiento de reforma: nos quedamos con lo “flexi” y nos olvidamos del complemento obligado, la “seguridad”.
Un asunto adicional que no puede ser ajeno a la discusión del empleo es el relativo a los salarios. Pero en la reforma laboral no se plantea la necesidad de recuperar el poder adquisitivo, en particular del salario mínimo que es sólo el 30 por ciento de lo que era hace tres décadas. Al contrario, cuando se dice que en la contratación por horas se habrá de pagar una jornada de trabajo completa (un día de salario mínimo) así se trabaje sólo una hora, lo que se está haciendo en realidad es reconocer en la ley la inconstitucionalidad del salario mínimo vigente (60 pesos), que no alcanza para que un trabajador dé sustento (alimentación, vestido, educación y techo) a su familia.
Esta reforma laboral vendida como “estructural” no modifica ninguna de las estructuras que han caracterizado las relaciones laborales en México; es el parto de los montes.
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