sábado, 6 de octubre de 2012

OCTAVA CARTA A LAS IZQUIERDAS: LAS ÚLTIMAS TRINCHERAS


BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS

¿Quién pudo haber imaginado hace unos años que los partidos y gobiernos considerados progresistas o de izquierda abandonarían hoy la defensa de los más básicos derechos humanos, por ejemplo, el derecho a la vida, al trabajo y a la libertad de expresión y de asociación, en nombre de los imperativos del “desarrollo”? ¿Acaso no fue por la vía de la defensa de esos derechos que granjearon el apoyo popular y llegaron al poder? ¿Qué será que pasa para que el poder, una vez conquistado, vire tan fácil y violentamente en contra de quien luchó por fuera poder? ¿Por qué razón, siendo un poder de las mayorías más pobres, es ejercido a favor de las minorías más ricas? ¿Por qué es que, en este dominio, es cada vez es más difícil distinguir entre los países del norte y los países del sur?

Los hechos
En los últimos años, los partidos socialistas de varios países europeos —Grecia, Portugal y España— mostraron que pueden velar tan bien por los intereses de los acreedores y los especuladores internacionales como cualquier partido de derecha sin que parezca anormal que los derechos de los trabajadores sean expuestos a la cotización de las bolsas de valores y, por lo tanto, devorados por ellas. En Sudáfrica la policía al servicio del gobierno del ANC (Congreso Nacional Africano), que luchó contra el Apartheid en nombre de las mayorías negras, mató a 34 mineros en huelga para defender los intereses de una empresa minera inglesa. Muy cerca de allí, en Mozambique, el gobierno del Frelimo (Frente de Liberación de Mozambique), que condujo la lucha contra el colonialismo portugués, atrae la inversión de empresas extractivas con la exención de impuestos y la oferta de docilidad -por las buenas o por las malas- de las poblaciones que serán afectadas por la minería a cielo abierto. En la India, el gobierno del Partido del Congreso, que luchó contra el colonialismo inglés, hace concesiones de tierras a empresas nacionales y extranjeras, y ordena la expulsión de cientos de miles de campesinos pobres, destruye sus medios de subsistencia y provoca un enfrentamiento armado. En Bolivia, el gobierno de Evo Morales, un indígena llevado al poder por el movimiento indígena, impone —sin consulta previa y con una sucesión rocambolesca de medidas y contramedidas— la construcción de una autopista dentro del Parque Nacional Tipnis, territorio indígena, que agotará los recursos naturales. En Ecuador, el gobierno de Rafael Correa, que con coraje concedió asilo político a Julian Assange, acaba de ser condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos al no garantizar los derechos del pueblo indígena Sarayaku en su lucha contra la exploración petrolera dentro de sus territorios. Ya en mayo de 2003 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le había solicitado a Ecuador medidas cautelares en favor del pueblo Sarayaku que no fueron atendidas. En 2011, la CIDH solicitó a Brasil, mediante una medida cautelar, que suspendiera inmediatamente la construcción de la represa Belo Monte -que, al finalizarse, será la tercera más grande del mundo- hasta que sean consultados adecuadamente los pueblos indígenas afectados por ella. Brasil protestó contra la decisión, retiró a su embajador de la Organización de Estados Americanos (OEA) y suspendió el pago de su cuota anual a la Organización, retiró a su candidato ante la CIDH y tomó la iniciativa de crear un grupo de trabajo para proponer una reforma a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en el sentido de disminuir sus poderes para cuestionar a los gobiernos respecto de violaciones a los derechos humanos. Curiosamente, la suspensión de la construcción de la represa acaba de ser decretada por el Tribunal Regional Federal de la 1ª Región, en Brasilia, por la falta de estudios de impacto ambiental.

Los riesgos
Para responder a las preguntas con las que inicio esta crónica, veamos lo que tienen en común todos estos casos. Todas las violaciones de derechos humanos están relacionadas con el neoliberalismo, la versión más antisocial del capitalismo en los últimos cincuenta años. En el norte, el neoliberalismo impone la austeridad a las grandes mayorías y el rescate a los banqueros, sustituyendo la protección social de los ciudadanos por la protección social del capital financiero. En el sur, el neoliberalismo impone su avidez por los recursos naturales, sean estos los mineros, el petróleo, el gas natural, el agua o la agroindustria. Los territorios pasan a ser tierra y las poblaciones que en ellos habitan, obstáculos al desarrollo que es necesario mover cuanto más rápido mejor. Para el capitalismo extractivo, la única regulación verdaderamente aceptable es la autorregulación, la cual incluye -casi siempre- la autorregulación de la corrupción de los gobiernos. Honduras ofrece en este momento uno de los ejemplos más extremos de autorregulación de la actividad minera, donde todo queda entre la Fundación Hondureña de Responsabilidad Social Empresarial (FUNDAHRSE) y la embajada de Canadá. Sí, Canadá, que hace veinte años parecía ser una fuerza benévola en las relaciones internacionales y hoy es uno de los más agresivos promotores del imperialismo minero.
Cuando la democracia concluya que no es compatible con este tipo de capitalismo y decida resistirse, puede ser demasiado tarde. Es que, sin embargo, puede que el capitalismo haya concluido que la democracia no es compatible con él.

¿Qué hacer?
Al contrario de lo que pretende el neoliberalismo, el mundo sólo es lo que es porque nosotros queremos. Puede ser de otra manera, si nos lo proponemos. La situación es tan grave que es necesario tomar medidas urgentes, aunque sean pequeños pasos. Esas medidas varían de país en país y de continente en continente, aunque la articulación entre ellas, en cuanto sea posible, es indispensable. En el continente americano, la medida más urgente es detener el paso a la reforma de la CIDH que está en curso. En esta reforma participan de forma particularmente activa cuatro países con los que soy solidario en múltiples aspectos de su gobierno: Brasil, Ecuador, Venezuela y Argentina. Pero en el caso de la reforma de la CIDH estoy firmemente al lado de los que luchan contra la iniciativa de estos gobiernos y por la conservación del estatuto actual de la Comisión. No deja de ser irónico que los gobiernos de la derecha que más hostigan al sistema interamericano de derechos humanos, como el caso de Colombia, se deleiten con el servicio que, objetivamente, les prestan los gobiernos progresistas.
Mi primer llamado es al gobierno brasileño, al ecuatoriano, al venezolano y al argentino para que abandonen el proyecto de reforma a la CIDH. Este llamado está dirigido especialmente a Brasil, dada la influencia que tiene en la región. Si tuviera una visión política de largo plazo, no le será difícil concluir que serán, ellos y las fuerzas sociales que los han apoyado, quienes —en el futuro— se verán más beneficiados por el prestigio y la eficacia del sistema interamericano de derechos humanos. A propósito, Argentina le debe a la CIDH y a la Corte la doctrina que permitió llevar ante la justicia los crímenes de violación a los derechos humanos cometidos por la dictadura que, con mucho acierto, se convirtió en una bandera de los gobiernos Kirchner en la política de derechos humanos.
Pero, como la ceguera a corto plazo puede prevalecer, llamo también a todos los activistas de derechos humanos del continente y a todos los movimientos y organizaciones sociales —que vieron en el Foro Social Mundial y en la lucha contra el ALCA la fuerza de la esperanza organizada— a que se unan en la lucha contra la reforma de la CIDH que está en curso. Sabemos que el sistema interamericano de derechos humanos está lejos de ser perfecto, entre otras cosas porque los dos países más poderosos de la región -Estados Unidos y Canadá- ni siquiera firmaron la Convención Americana sobre Derechos Humanos. También sabemos que, en el pasado, tanto la Comisión como la Corte mostraron debilidades y selectividades políticamente sesgadas. Pero también sabemos que el sistema y sus instituciones se han fortalecido, actuando con más independencia y ganando prestigio a través de la eficacia con la que han condenado muchas violaciones a los derechos humanos. Desde los años de 1970 y 1980, en los que la Comisión llevó a cabo misiones en países como Chile, Argentina y Guatemala, y publicó informes denunciando las violaciones cometidas por las dictaduras militares, hasta las misiones y denuncias después del golpe de Estado en Honduras en 2009; sin dejar de mencionar las reiteradas solicitudes para que cerrar el centro de detención de Guantánamo. A la vez, la reciente decisión de la Corte en el caso “Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku versus Ecuador”, del 27 de julio pasado, es un marco histórico del derecho internacional, no sólo a nivel del continente, sino también a nivel mundial. Tal como la sentencia en el caso “Atala Riffo y niñas versus Chile”, que entraña discriminación por razones de orientación sexual. Y ¿cómo olvidar la intervención de la CIDH sobre la violencia doméstica en Brasil que condujo a la promulgación de la Ley Maria da Penha?
Los dados se han lanzado. Haciendo caso omiso de la CIDH y con fuertes limitaciones en la participación de las organizaciones de derechos humanos el Consejo Permanente de la OEA prepara un conjunto de recomendaciones para presentar en su Asamblea General Extraordinaria, a más tardar en marzo de 2013, los Estados presentarán sus propuestas hasta el 30 de septiembre. Por lo que se sabe, todas las recomendaciones van dirigidas a limitar el poder de la CIDH para interpelar a los Estados por violaciones a los derechos humanos. Por ejemplo: dedicar más recursos a la promoción de los derechos humanos y menos a la investigación de las violaciones; acortar los plazos de investigación para que sea imposible realizar análisis cuidadosos; eliminar del informe anual la referencia a países cuya situación en materia de derechos humanos merezca una atención especial; limitar la emisión y extensión de medidas cautelares; eliminar el informe anual sobre libertad de expresión; impedir pronunciamientos sobre violaciones que amenazan con ser inminentes pero que aún no se han concretado.
Está ahora en los activistas de los derechos humanos, y en todos los ciudadanos preocupados por el futuro de la democracia en el continente, detener este proceso.

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