RICARDO BECERRA LAGUNA
Sabemos que ese tipo, “…de dieciocho años y medio, alto, anguloso, patoso, feo, rubio, rápido de entendimiento, con una considerable aunque superficial reserva de conocimientos… al que algunos encuentran tremendamente desagradable, otros simpático, pero la mayoría sólo ridículo…” se inició sexualmente en una burdel de París, metido en una cama rodeada por espejos, allende la Rue Sebastopol, en una estancia de trabajo revolucionario bajo las directrices de la Internacional Comunista (Tiempos interesantes, Editorial Crítica, p. 74 y 122).
No dudo en decir que su vastísima obra de reconstrucción histórica (llena de detalles vitales como ese), publicada en varias decenas de libros, siempre poderosos y penetrantes, puede resumirse, sin embargo, en la sucesión de sus “eras” (“La era de la revolución”, 1962; “La era del capitalismo”, 1975, “La Era del Imperio”, 1987) y por supuesto en la canónica, abarcadora, universal “Edad de los extremos: historia del siglo XX”, de 1994.
La muerte de aquel muchacho –el primero de octubre pasado- casi una centuria después, a los 95 años, ha traído un montón de notas, obituarios y reseñas apresuradas –en español- que a mi modo de ver, no muerden o no despliegan como se debe, la nuez de su muy cruel hipótesis acerca de la civilización alcanzada en el siglo XX.
Y es que la pluma elegante y erudita, amena, llena de referencias, libros y autores, capaz de asociar el acontecimiento fundamental de varias décadas con la tos adquirida por su tía Gretel en su última visita a Viena, esa pluma digo, terminó plasmando en el papel una desgarrada conclusión sobre la existencia global de la sociedad contemporánea: “Vamos a necesitar mucha suerte para no sepultar la civilización bajo el ímpetu y la irracionalidad financiera, militar y ecológica del capitalismo que se regocija por el mundo sin rivales” (Historia del siglo XX).
Pues bien, el desgarbado y flaco rubio amasó la idea de haber vivido –casi testimonialmente- el siglo corto (que va del triunfo de la Revolución bolchevique en 1917 a la disolución de la Unión Soviética en 1989) pero sobre todo, la “era de los extremos”.
Se trata de una oscura y desencantada narración que comienza con la hecatombe de la primera guerra mundial y sus millones de muertos y termina con el derrumbe de los sistemas racionales que daban cierto sentido al equilibrio del mundo. En medio lo indecible: la masacre de Armenia, la caída de la República de Weimar, el ascenso del fascismo, la segunda guerra mundial, los campos de concentración nazistas, el comunismo estalinista como máquina monstruosa que trituró millones de vidas, la guerra fría que estuvo a punto de detonar el botón de la guerra nuclear, las guerras de Vietnam, Corea, Bosnia, los cruentos regímenes dictatoriales en América Latina… Una sucesión de desdichas humanas y sufrimientos colectivos que nos hizo más tristes, expulsó toda utopía del escenario pero que –encima-, no nos hizo más sabios.
En medio, sin embargo, ocurrió un milagro que no tiene que ver con el horror. El siglo XX fue también, “el escenario del más importante avance y mejora humanos de toda la historia”. Como consecuencia directa del equilibrio catastrófico establecido por la existencia y el ejemplo de la Revolución de octubre y de la Unión Soviética, en el mundo occidental se asentaron por fin las democracias modernas pero esta vez asociadas a un periodo de crecimiento, prosperidad y reparto de la riqueza que nunca antes había ocurrido y que llamamos Estado de Bienestar.
La pregunta relevante, la “pregunta Hobsbawm” digamos, es porqué el capital, los capitalistas, propietarios y el sector financiero, aceptaron para el largo plazo esa nueva distribución del poder económico y político; ¿por qué admitieron sujetarse a múltiples regulaciones, leyes que controlaban sus movimientos y sus recursos, y sobre todo, estructuras que los hacían pagar impuestos altos, en el periodo dorado de la posguerra? ¿Qué les sucedió a los ricos que de repente admitieron una contención de sus fortunas a favor de un nuevo equilibrio social?
Otros historiadores británicos, como Tony Judt, lo explican como producto del reformismo social que viene desde la tradición de Bismark y Disrealí; del trabajo político y ulterior hegemonía de los partidos socialdemócratas y de las elegantes soluciones económicas formuladas por Lord Keynes.
Nada de eso, dice Eric Hobsbawm. La verdadera clave del periodo dorado del capitalismo en siglo XX –democracia más prosperidad de masas- fue, sobre todo, el miedo. El miedo a octubre, a que las clases trabajadoras de occidente se animaran a emular el ejemplo soviético, cubierto aún en el manto glorioso de haber sido el gran vencedor sobre Hitler y quienes además, encarnaban la utopía practicable en la tierra.
Después de la conflagración universal De Gaulle, en Francia; Clement Attle (vencedor de Churchill), en Inglaterra; el estadista Paul-Henry Spaak de Bélgica; las grandes cabezas, con Keynes en primer lugar, Karl Mannheim o Joseph Schumpeter, todos, en Europa y en Estados Unidos, quedaron convencidos de esta verdad: había que propiciar una masiva intervención estatal para ampliar la seguridad social, evitar el desempleo, inyectar cantidades monumentales de dinero en ayuda y mediante impuestos –no mediante afectaciones a la propiedad- (ese era el eje del pacto), redistribuir la riqueza económica como respuesta al magnético influjo de los soviéticos en esos días.
Marshall y Roosevelt, lo entendieron mejor que nadie y así salvaron y reencauzaron al capitalismo, mientras se asentaba un equilibrio nuclear, global –pero racional- de dos superpotencias para beneficio de la mayoría de la población en occidente.
Pues bien, hoy este miedo se ha reducido a nada y las consecuencias regresivas en el reparto general de la riqueza son apabullantes, diríamos que increíbles: 537 personas concentran casi la mitad de la riqueza del mundo. ¿Por qué los más ricos deberían preocuparse por otros que no sean ellos mismos? ¿Cuáles sanciones políticas servirían para asustarlos si todos los programas dominantes apuntan a disminuir la asistencia, la protección y el fomento de su propia concentración?
En sus últimos libros, el pesimista Hobsbawm nos convocaba a estar preparados para asumir plenamente la desaparición de la paradoja que la revolución soviética instaló en occidente.
Y vivió para contarlo: sin ese miedo, sin esa autocontención histórica, el capitalismo desregulado celebró sus orgías financieras por dos décadas y ahora nos tienen al borde del regreso: otra recesión universal como la que dio bienvenida a la edad de los extremos.
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