JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
El pasado 7 de octubre Héctor Fix Fierro señaló en la inauguración del V Congreso Nacional de Derecho Constitucional que al 9 de agosto de este año, los artículos de nuestra Constitución se habían modificado en 548 ocasiones mediante 203 decretos. Además agregó que más del 60% de los cambios son posteriores a 1982, el 25% se produjeron a partir del año 2000 y, lo que resulta más impresionante, el 20% se hizo durante el sexenio que está por terminar. A las cifras del profesor Fix Fierro cabría agregar la reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación del día de ayer, mediante la cual se le asignó a la Suprema Corte la facultad de resolver los conflictos limítrofes entre las entidades federativas, lo que hasta ese momento correspondía al Senado de la República.
Estos datos son interesantes por permitir diversas interpretaciones. Por una parte, las cifras mismas demuestran lo incorrecto de sostener que nuestra clase política no puede llegar a acuerdos. Por el contrario, puede lograrlos en el máximo nivel agregado, si el tema le resulta suficientemente atractivo. Haber realizado el 60% de las reformas a partir de 1982, año en que más o menos inicia la pluralidad política, significa un grado muy importante de acuerdos, que, desde luego, no se ajustan a la imagen común de las clases políticas, incapaces de acordar nada. Lo que entonces cabe preguntar es: qué acuerdan y por qué, así como por qué no se logran otros cambios; sin pensarlos como imposibles.
La segunda cuestión que se desprende de los datos es, desde luego, lo abundante de las reformas. Son muchos los cambios que se han hecho en una pluralidad de materias. Si revisamos en qué ha incidido el órgano reformador, podemos decir que prácticamente en todo: derechos humanos; ciudadanía, nacionalización y extranjería; representación y elecciones; conformación territorial; integración, procedimientos y facultades de los órganos legislativos; órganos autónomos; organización del Ejecutivo Federal y de su administración pública federal; organización del Poder Judicial y sus atribuciones; responsabilidades de los servidores públicos; fortalecimiento de los municipios, y cambios profundos en los estados y en el Distrito Federal.
La tercera cuestión es la que a mi parecer resulta más interesante. Tanto en términos cuantitativos como cualitativos las reformas constitucionales han venido incrementándose. En el periodo más reciente, ya se dijo, el número de reformas son mucho mayores, comparativamente hablando, que en el anterior. Adicionalmente, en tiempos más recientes se han producido reformas más profundas. De cambios orgánicos o procedimentales y de ajustes de competencias, hemos pasado a los cambios que alguna vez se llamaron “decisiones políticas fundamentales” o, dicho en otras palabras, elementos estructurales determinados por el Constituyente de 1917. ¿Qué queda de aquel entonces? El sistema de derechos es diverso, la reforma agraria cambió, las relaciones Estado-Iglesia también, el sistema electoral es otro, las funciones públicas no caben en la distinción tripartita, etcétera. Las cosas pueden seguirse llamando igual, pero en realidad son muy distintas.
Visto con cierta perspectiva, ¿qué resulta de todo lo anterior? Desde luego que la Constitución ha tenido que transformarse profundamente y ello, me parece, porque algunos de sus preceptos dejaron de cumplir las funciones jurídicas y sociales para las cuales fueron establecidos. En la compleja relación que tiene que guardar toda norma jurídica entre la regulación de lo que es la realidad y la aspiración a lo que se quisiera que fuera, muchos arreglos institucionales dejaron de servir. Los cambios se plantearon, se elaboraron y se ejecutaron. Visto en su conjunto, hoy existe un curioso texto constitucional con preceptos muy generales y otros sumamente detallados, resultantes también de diversas filosofías políticas, provenientes de distintas técnicas legislativas y disímbolas semánticas capaces de generar soluciones muy diversificadas al momento de su desarrollo o aplicación, por ejemplo.
¿Podemos decir que la Constitución es más un documento y una práctica remedial que reguladora y aspiracional? Sí y no. Por una parte, algunas reformas mantienen un horizonte de construcción de una nueva realidad. Ello es muy claro, por ejemplo, con la reforma en materia de derechos humanos: se posibilita una nueva manera de construir jurídicamente a los seres humanos y las maneras de relacionarse con el poder público. Y no, porque algunas de las reformas son meros ajustes al modelo existente, sin capacidad de generar soluciones novedosas ahí donde se requieren, o se trata de cambios hechos de tal manera que su realización será particularmente difícil.
Ante la magnitud de los cambios constitucionales que se están suscitando, cabe preguntarnos: ¿por cuánto tiempo será posible seguir sosteniendo el ritmo reformista y qué tipo de efectos habrá de generar? Sin embargo, más allá de ello, también podríamos preguntarnos por lo conveniente de seguir modificando un texto por la vía de los ajustes, haciéndole perder el sentido simbólico y el mínimo grado de rigidez que toda constitución debe tener, y su sentido de proyecto nacional. La pregunta está abierta. La respuesta, me parece, se dará más pronto que tarde, pues o se encuentra una solución reformista lo suficientemente profunda, inteligente y convocante como para hacer de la Constitución un eficaz y adecuado instrumento de gobierno y convivencia, o la propia dinámica de sus repetidos cambios la llevará a la pérdida de sentido normativo y social.
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