jueves, 11 de octubre de 2012

ESTUDIANTES Y REPRESENTACIÓN


JOSÉ WOLDENBERG

En 1969-1970, como una herencia del potente movimiento estudiantil de 1968, en algunas escuelas existían los llamados Comités de Lucha. Grupos de activistas que deseaban mantener vivo el espíritu de la movilización y altamente politizados. Se trataba de un enjambre donde se reproducían diversas corrientes de pensamiento y acción con una vida sobrecargada de tensiones y discrepancias. Para entonces los lazos de comunicación entre los Comités de Lucha y la inmensa mayoría de los estudiantes eran frágiles. Pero luego de la represión a la marcha del 10 de junio de 1971, la fractura se hizo mayor. Y para mediados de los setenta los Comités de Lucha se habían convertido en una especie de sectas autorreferenciales, con un lenguaje radical, una soberbia moral que les "permitía" ver al resto de los estudiantes como seres "enajenados", y totalmente escindidos de la vida estudiantil. Sus asambleas -a las que solo asistían los militantes de algunas agrupaciones de la izquierda universitaria- no solo le daban la espalda a la "masa" estudiantil, sino que resultaban todo lo contrario de lo que habían sido las asambleas sobre las que se edificó el movimiento del 68 (abiertas y participativas).

Años después, en algún artículo de Gilberto Guevara -líder destacado de la movilización de 1968- leí que junto con la herencia de los reclamos democratizadores y de expansión de las libertades que dejó sembrado el movimiento, también, y por desgracia, se había desmontado toda idea de organización estudiantil estable y representativa. Al parecer, dado que muchas de las antiguas sociedades de alumnos tenían una muy bien ganada mala fama, se concluyó que toda fórmula de representación estable -digamos surgida de una votación universal- tendería a convertirse en burocrática y contraria a los intereses estudiantiles. Total, que solo las asambleas podían ser fuente eficiente y legítima del mandato representativo. Al final, lo sabemos, las asambleas solo logran atraer a un puñado de estudiantes, normalmente los más activos. El resto a lo suyo.

No deja de ser curioso que para nombrar a los representantes estudiantiles ante los Consejos Técnicos o el Universitario -estoy hablando de la UNAM- el expediente sea el de las elecciones universales, secretas y directas en las que pueden participar todos los inscritos en la escuela o facultad. Ese método genera "planillas" que compiten entre sí por esa representación y logran que un buen número de sus compañeros asista a las urnas. A pesar de ello, los estudiantes carecen de organización propia, representativa y reconocida por la inmensa mayoría.

Esta larga introducción quizá venga al caso al observar la evolución del movimiento #YoSoy132. Lo que empezó como una expresión de descontento contra el candidato que hoy es ya el Presidente electo y contra el comportamiento de los grandes medios de comunicación, en especial, la televisión, se convierte paso a paso en un movimiento que se despega -creo- cada vez más de la inmensa mayoría de los estudiantes, para los cuales las proclamas, marchas, mítines y paros les son no solo ajenos, sino en ocasiones ininteligibles. Es el caso del paro celebrado el 2 de octubre que contó no solo con una escasa participación estudiantil, sino que fue decidido sin la intervención de la inmensa mayoría de los jóvenes.

El "132", como hoy se le conoce, es un movimiento que ofrece cauce de expresión a varios miles de estudiantes. Se trata de un paraguas que cobija pulsiones de muy diferente signo, que proyecta un enorme malestar, que reúne a los estudiantes más decididos, que ha elaborado algunos diagnósticos y propuestas, pero que corre el enorme riesgo -si no es que ya sucedió- de escindirse de la mayoría de los estudiantes, que -creo- han dejado de reconocerse en él.

Quizá por ello mi memoria voló a la década de los setenta: grupos estudiantiles autoerigidos en la vanguardia de sus compañeros pero sin capacidad ni conductos para ser sus auténticos representantes. Grupos de estudiantes con un lenguaje revolucionario que se consumieron en sus pugnas internas y que poco -o nada- coadyuvaron al fortalecimiento de las universidades públicas y a la transformación democrática del país.

Quizá sea el momento de que los propios estudiantes deliberen sobre la necesidad de construir una auténtica organización que por definición tendría que recoger el pluralismo que existe en sus filas y las formas de representación que juzguen necesarias, para no repetir la triste experiencia de quienes los antecedieron. Una organización estable, escuela por escuela, con fórmulas transparentes de elección de los representantes, y capaz de asimilar la diversidad que de manera natural coexiste en las universidades, quizá sería la manera más productiva y duradera para que la voz estudiantil sea representativa. Claro, la organización demanda reglas, puentes entre representados y representantes, plataformas incluyentes. Lo otro es más sencillo: petrificarse como expresión de una franja de activistas.

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