martes, 16 de octubre de 2012

PERDER EL TIEMPO


JORGE ALCOCER

Mientras que el Presidente electo cumple su segundo periplo al extranjero, ahora mismo está en Europa, y luego irá a la obligada visita a Washington, el Presidente en funciones distribuye el tiempo que le queda en el cargo entre los preparativos de la mudanza; inauguraciones a troche y moche, que son pretexto para encendidos discursos; ceremonias para recibir el eterno agradecimiento de sus amigos y, quizá para no aburrirse, una que otra reunión con los pocos integrantes de su gabinete que aún le merecen atención.

Los tres meses que mediarán entre la fecha en que Enrique Peña Nieto fue declarado Presidente electo (31 de agosto) y el día en que Felipe Calderón le pasará la banda presidencial (1o. de diciembre) han terminado por demostrar lo infuncional de un lapso tan prolongado para concretar la decisión que los electores tomaron en las urnas el primer domingo de julio. Para decirlo con toda precisión, es perder el tiempo.

Contra lo que algunos sostienen, tal situación no es producto de la reforma electoral 2007-2008; viene de atrás, e incluso cuando quiso ser corregida por el presidente Miguel de la Madrid, al inicio de su mandato (1982), a su sucesor no le gustó el cambio y logró volver al pasado, con un periodo de transición y reformas de por medio, hasta llegar a lo que hoy tenemos: todos los años la jornada electoral debe realizarse el primer domingo de julio, sea para elecciones federales o locales; el primer periodo de sesiones del Congreso de la Unión inicia el 1o. de septiembre, y el Presidente su mandato el 1o. de diciembre.

Si se quiere acortar el lapso que media entre la fecha de la jornada electoral y el de la toma de posesión del Presidente electo, no hay más que dos opciones: o se retrasa la primera, o se adelanta la segunda. En los intentos previos, se optó por la primera, con malos resultados, ya que se afectó negativamente al Congreso de la Unión, al recortar su primer periodo de sesiones a tan solo los dos meses finales de cada año.

Sabiendo que cualquier solución que se adopte tendrá vigencia a partir de 2018, o en un extremo hasta 2024, comparto la opinión de que el tema debe quedar resuelto a la brevedad posible, de una forma que resulte compatible con lo ya avanzado en materia de unificación de calendarios electorales y fecha única para la jornada electoral en cada año.

Modificar la fecha de la jornada electoral federal, para acercarla lo más posible a la de toma de posesión del Presidente electo, tendría dos consecuencias negativas. Por una parte volvería a desfasar el calendario electoral nacional, obligando a un nuevo y complicado periodo de ajustes en las 32 entidades federativas respecto de sus jornadas comiciales locales. Por otra, obligaría, de nuevo, a recortar el primer periodo de sesiones de cada año legislativo, o extenderlo al año siguiente. Desfasar las elecciones legislativas de las presidenciales sería todavía más problemático.

Siguiendo el teorema de "la navaja" de Ockham (la solución correcta es la más sencilla) conviene dejar en sus términos vigentes la fecha de la jornada electoral (primer domingo de julio de cada año) y los plazos para que el TEPJF resuelva los juicios relativos a las elecciones de diputados y senadores, de forma tal que el Congreso inicie sesiones el 1o. de septiembre; así como el plazo límite para que la Sala Superior declare válida la elección presidencial y entregue la constancia de mayoría al candidato ganador (6 de septiembre).

Para no volver a perder el tiempo, lo que puede cambiar es la fecha de toma de posesión del Presidente electo, al 1o. de octubre del año de la elección. La transición se reduciría, en el extremo, a un periodo de 25 días, lo que parece suficiente a la luz de la experiencia internacional.

Para en 2018 hacer posible lo antes sugerido, el presidente Peña Nieto tendría que admitir un pequeño recorte de dos meses en su mandato, para que en lugar de concluir el 30 de noviembre del año citado, termine el 30 de septiembre del mismo año.

De admitirse la solución, pero no el recorte, habrá que diseñar un periodo de transición de largo plazo, que terminaría en 2024. Me atengo a la sentencia keynesiana: si en el largo plazo todos estaremos muertos, dejemos las cosas como están.

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