RICARDO BECERRA LAGUNA
La picaresca aparición del líder de los diputados, Jesús Murillo Karam, dirigiendo desde gayola a todo el pleno de la sesión, muestra a las claras que la nueva mayoría legislativa no se andará con contemplaciones si de “reformas estructurales” se trata.
La escena era el mensaje: las estudiantiles “tomas” de Tribuna no serán obstáculo; se responde claramente al desafío del Presidente Calderón y su iniciativa preferente; del lado tricolor hay prisa y hay decisión, sobre todo, hay la necesidad de demostrar que “se-mueve-en-el-camino-de-los-cambios-que-México-requiere”, como rubricó satisfecho el Presidente electo.
La larga minuta enviada al Senado, tiene tres problemas radicales que creo, anuncian el mismo error en el que damos vuelta tras vuelta, por lo menos desde hace 25 años.
Primero: muestra que seguimos hipnotizados con la retórica y no con la evidencia. No estamos ante ninguna revolución que modificará fuertemente las condiciones del trabajo en el país. Se trató, más bien, de subrayar las tintas en lo de siempre (la flexibilización) para propiciar esquemas de pago ligados al resultado que espera el patrón y para inhibir los embrollados juicios laborales.
Así, por ejemplo, los contratos temporales a prueba podrán durar 30 días, sin mediar indemnización en caso de que no se continúe la relación laboral. Y así también, se limita a 12 meses del pago de salarios caídos cuando se suscite un conflicto entre trabajador y patrón.
En la misma lógica se da carta de naturalidad a los outsourcing –de moda hace bastante tiempo- para facilitar y expandir un tipo de relación trabajador-patrón indirecta y por tanto, para permitir formas de contratación que aumenten las facilidades de quien contrata y disminuyan los derechos de quien trabaja.
Pues bien, casi todo ya existe en la realidad. Casi todas son prácticas comunes ya, más o menos generalizadas, asimiladas de facto, sobre el desempleo oceánico que desde 1982 define el mercado laboral mexicano. Así que no estamos ante un gran cambio, uno del que quepa esperar demasiado. Se constituye, eso sí, en una “reforma emblema”, una que sintoniza al nuevo gobierno con las exigencias patronales y las corrientes del libre mercado.
Segundo: como ya es costumbre en la promoción de “reformas estructurales” como ésta, no se toma la molestia de presentar algún tipo de estudio sobre el impacto esperado (¿qué tantos empleos reales adicionales creará?), ni tampoco de datos o cifras sobre los cuales se pueda evaluar el éxito –el antes y el después- de estos cambios. La Secretaría del Trabajo presentó una cifra (creará 400 mil nuevos puestos, dijo) pero no he encontrado el estudio, el método, la proyección econométrica que fundamente ese cálculo (ya lo solicité, vía INFOMEX).
La cifra de la Secretaría del Trabajo contrasta con la presentada por el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), hace un año: "El impacto en número de empleos será relativamente poco, aunque positivo, si solamente se reforma la Ley Federal del Trabajo… calculamos la generación de 11 mil empleos para mujeres por año… En el caso de los hombres, es posible que la reforma de contrato por horas implique muy pocos empleos adicionales".
Insisto: la promesa y la retórica de las “reformas estructurales” han sido edificadas de la nada, con escaso material empírico y sin arriesgar nunca datos que permitan la evaluación efectiva de su puesta en marcha.
Pero mi desacuerdo con esta reforma no viene principalmente de su escasa fundamentación técnica o económica, ni tampoco por aquello que evadió olímpicamente (transparencia y democracia sindical) sino porque, al querer mostrar decisión, “claridad de rumbo” y la firmeza granítica de una mayoría recién estrenada, no suscitan otra cosa que reformas a costa… de los mismos de siempre: los trabajadores del sector formal, esos 30 millones que trabajan 42 horas a la semana y que ganan 7 mil 400 pesos al mes. O sea, ningún sector especialmente privilegiado y que por añadidura, ha tenido que cargar desde hace 25 años el peso y el costo de las reformas estructurales.
Es mi tercera objeción: llevamos centenas de reformas como la aprobada el viernes (en la banca, la agricultura, el comercio exterior, la propiedad del Estado, la desregulación, la libertad de los responsables monetarios, etcétera) y como no dan resultado, la conclusión sigue siendo que…. ¡hacen falta más reformas en el mismo sentido!
Lo que se anuncia con esta primera reforma estructural del sexenio por venir, es la asimilación de la misma retórica intransigente y sobre todo huidiza y temerosa del balance que nos debe, después de 25 años de hegemonía economía, política y también mediática y cultural…. Así nos ha ido.
Los cambios aprobados en San Lázaro son un error, además, no solo porque debilitarán la posición de los contratados frente a los contratantes (ese es su saldo neto), sino porque no van a elevar el ritmo de creación de empleos. En la última década, el ritmo de creación de empleos formales fue de dos por ciento porque el ritmo de crecimiento de la inversión fija bruta (inversión que crea empleos) rondó una tasa de 4.8 por ciento anual. Para que el empleo creciera los 400 mil puestos que se presumen y más, habría que propiciar una inversión que duplicara la tasa actual y superara el 9 por ciento al año. Y en los cientos de artículos modificados en la ley del trabajo, yo no veo otra cosa que causalidades lejanas, derivadas de las derivadas que impulsarán a la inversión, porque en realidad, de lo que se trata, es de crear otras condiciones de relación entre patrones y trabajadores.
Así, la nueva mayoría se estrena con otra reforma antipática que se suma al rosario de las que ya ocurrieron, induciendo un mercado laboral que profundiza su precariedad y su desigualdad en nombre de las reformas estructurales.
No fue Keynes, ni el desarrollismo, ni el marxismo, la escuela que planteó por primera vez el “principio de simpatía”, o sea, la idea de inyectar en las decisiones económicas la variable de inclusión y bienestar de los que han perdido (en nuestro caso, ha perdido ya una generación). Como recuerdan Antón Costas y Xosé Carlos Arias (La torre de la arrogancia: políticas y mercados después de la tormenta. Editorial Ariel), fue nuestro padre liberal, Adam Smith, quien invocó a la “simpatía” como el cemento que cohesiona a la sociedad de mercado.
En ausencia de una transformación en la que no pierdan los mismos (una, así sea una), que lance una urgente onda de cohesión social (una reforma estructural para la equidad), la “agenda del cambio que México necesita” seguirá siendo el trayecto odioso y cupular de escasos resultados, cuyo sino en tres décadas ha sido sembrar malestar, ciudadanos exasperados (sí, esos que votan por millones por López Obrador), insatisfacción de masas y mucha infelicidad.
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