Vino, vio pero no pudo decir que venció. Al frente de una impresionante falange de seguridad y diplomacia, la secretaria Clinton topó con una circunstancia social mexicana dominada por el miedo y la desazón y con una escena política donde privan la confusión y la falta de rumbo claro de los grupos dirigentes. Nada de estado fallido” pero sí de gobierno asediado por fantasmas propios y ajenos conjurados por una guerra esa sí fallida y carente de horizonte.
Y sin embargo se mueve, porque la frontera es móvil y fluida como nunca y los destinos de grandes regiones de Norteamérica se hermanan en las tragedias pavorosas de Ciudad Juárez y El Paso, Monterrey, Reynosa o Tijuana, el Barrio Logan de San Diego o el este de Los Ángeles, donde también espantan.
Lo peor que puede pasar es que a fuerza de ineficacia y falta de destino las sociedades vecinas opten por trivializar la cuestión norteña y busquen imponer(se) una rutinas e inercias que sólo pueden redundar en el empeoramiento de la situación y su progresiva transmisión al resto de la geografía política y humana de ambas naciones. La contaminación del Sur y su esquiva línea fronteriza se vería potenciada por el imperio de la criminalidad en Centroamérica y la desolación de sus juventudes con sus extremos de La Mara y otras figuras de la modernidad cocinada en el otro lado, en los propios Estados Unidos de América.
El pivote de la reacción estadunidense no es la salud de sus habitantes, convencidos de antemano de que sólo por el consumo imparable se vuelve uno ciudadano. El meollo del asunto es la seguridad nacional de Estados Unidos, bajo cuyo radio de observación y seguramente también de varia intervención estamos mucho antes de que al calor del 11 de septiembre de 2001 se empezara a hablar de polígonos de seguridad que nuestros bien dispuestos polkos del nuevo milenio quieren llevar hasta el Suchiate, por lo menos.
Asumir esta dimensión de la nueva globalidad inaugurada por W Bush y sus aguerridos contratistas y petroleros sería obligado para México y su gobierno, a pesar de que pueda suponerse que, como consecuencia de la crisis global presente, los términos y coordenadas de la globalización van a tener que cambiar. La seguridad nacional estadunidense se vive como riesgo y peligro inminente y la consecuencia es doble: más exigencia de cooperación y eficacia a sus socios, vecinos y asociados y cada vez mayor disposición a actuar por cuenta propia sin considerar los efectos colaterales y no esperados sobre su entorno mediato e inmediato que, sin embargo, se empeña en estar conformado por naciones y estados más o menos celosos de su soberanía.
El correlato de todo esto y lo que siga es claro: para hablar y cooperar hay que partir también de una reflexión sistemática y descarnada de nuestra propia seguridad nacional que empieza por el interior del país, pasa por los corredores del poder y del Estado y se despliega o no en el tejido social y las dinámicas de la economía. Y en esta hora del Norte todo ello aparece dañado y corroído, cuando no de plano demolido en todos sus planos como parece ser el caso de ciudad Juárez y podría llegar a ser el de la otrora orgullosa Sultana regia.
Abordar este endemoniado panorama y encararlo implica mucha cooperación binacional que no puede reducirse a lo policiaco, militar y el espionaje. La inteligencia requerida rebasa desde el principio el marco de la vigilancia y seguimiento de la criminalidad y se inscribe más bien en los territorios ariscos del desarrollo económico y social, así como en el todavía más peliagudo del liderazgo político y comunitario.
Sin admitir con claridad el abandono de la juventud fronteriza, como lo ha advertido y documentado el Colegio de la Frontera Norte, y lo anunciaron las investigaciones de la sociedad civil juarense coordinadas por Clara Jusidman y Hugo Almada, no habrá estrategia de contención que tenga futuro. El porvenir de México se juega en el Norte y es por eso que hay que, en efecto, “todo México es Ciudad Juárez”. Ahora hay que asumirlo y tomarlo en serio como gran y decisiva empresa nacional y continental. Y desde la soberanía que no impide ni obstruye pero vaya que se nos ha extraviado.
Y sin embargo se mueve, porque la frontera es móvil y fluida como nunca y los destinos de grandes regiones de Norteamérica se hermanan en las tragedias pavorosas de Ciudad Juárez y El Paso, Monterrey, Reynosa o Tijuana, el Barrio Logan de San Diego o el este de Los Ángeles, donde también espantan.
Lo peor que puede pasar es que a fuerza de ineficacia y falta de destino las sociedades vecinas opten por trivializar la cuestión norteña y busquen imponer(se) una rutinas e inercias que sólo pueden redundar en el empeoramiento de la situación y su progresiva transmisión al resto de la geografía política y humana de ambas naciones. La contaminación del Sur y su esquiva línea fronteriza se vería potenciada por el imperio de la criminalidad en Centroamérica y la desolación de sus juventudes con sus extremos de La Mara y otras figuras de la modernidad cocinada en el otro lado, en los propios Estados Unidos de América.
El pivote de la reacción estadunidense no es la salud de sus habitantes, convencidos de antemano de que sólo por el consumo imparable se vuelve uno ciudadano. El meollo del asunto es la seguridad nacional de Estados Unidos, bajo cuyo radio de observación y seguramente también de varia intervención estamos mucho antes de que al calor del 11 de septiembre de 2001 se empezara a hablar de polígonos de seguridad que nuestros bien dispuestos polkos del nuevo milenio quieren llevar hasta el Suchiate, por lo menos.
Asumir esta dimensión de la nueva globalidad inaugurada por W Bush y sus aguerridos contratistas y petroleros sería obligado para México y su gobierno, a pesar de que pueda suponerse que, como consecuencia de la crisis global presente, los términos y coordenadas de la globalización van a tener que cambiar. La seguridad nacional estadunidense se vive como riesgo y peligro inminente y la consecuencia es doble: más exigencia de cooperación y eficacia a sus socios, vecinos y asociados y cada vez mayor disposición a actuar por cuenta propia sin considerar los efectos colaterales y no esperados sobre su entorno mediato e inmediato que, sin embargo, se empeña en estar conformado por naciones y estados más o menos celosos de su soberanía.
El correlato de todo esto y lo que siga es claro: para hablar y cooperar hay que partir también de una reflexión sistemática y descarnada de nuestra propia seguridad nacional que empieza por el interior del país, pasa por los corredores del poder y del Estado y se despliega o no en el tejido social y las dinámicas de la economía. Y en esta hora del Norte todo ello aparece dañado y corroído, cuando no de plano demolido en todos sus planos como parece ser el caso de ciudad Juárez y podría llegar a ser el de la otrora orgullosa Sultana regia.
Abordar este endemoniado panorama y encararlo implica mucha cooperación binacional que no puede reducirse a lo policiaco, militar y el espionaje. La inteligencia requerida rebasa desde el principio el marco de la vigilancia y seguimiento de la criminalidad y se inscribe más bien en los territorios ariscos del desarrollo económico y social, así como en el todavía más peliagudo del liderazgo político y comunitario.
Sin admitir con claridad el abandono de la juventud fronteriza, como lo ha advertido y documentado el Colegio de la Frontera Norte, y lo anunciaron las investigaciones de la sociedad civil juarense coordinadas por Clara Jusidman y Hugo Almada, no habrá estrategia de contención que tenga futuro. El porvenir de México se juega en el Norte y es por eso que hay que, en efecto, “todo México es Ciudad Juárez”. Ahora hay que asumirlo y tomarlo en serio como gran y decisiva empresa nacional y continental. Y desde la soberanía que no impide ni obstruye pero vaya que se nos ha extraviado.
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