Desde hace meses existía la convicción de que las relaciones México-Estados Unidos no marchaban por buen camino. Hoy se sabe que han caído en una zona pantanosa donde existen numerosos problemas y en la cual será difícil encontrar una colaboración positiva entre ambos países para resolverlos.
Lo único importante en las relaciones México-Estados Unidos ha sido el tema de la seguridad que, hasta ahora, se centraba principalmente en las idas y venidas de la Iniciativa Mérida, cuyas disposiciones, por lo que toca a la entrega de ayuda, se han cumplido muy lentamente. En todo caso, lo interesante del tema es el nuevo cariz que ha tomado el problema de la seguridad, mismo que permite hablar de una agenda nueva en las relaciones.
Dicha agenda está relacionada con la extrema violencia que campea en las ciudades fronterizas mexicanas. El reciente asesinato de empleados y familiares del consulado estadunidense en Ciudad Juárez fue la gota que derramó el vaso. Nadie puede ahora ignorar que la violencia en ciudades fronterizas es un asunto que concierne a gobiernos y sociedades de ambos países. El problema es que no existe certidumbre sobre cuáles son las instancias que pueden ocuparse de la situación sin levantar una ola de resentimientos, sobre cómo se podría trabajar conjuntamente y, en especial, sobre cuál es el objetivo que se debe perseguir.
Las declaraciones contradictorias sobre la participación del FBI en las averiguaciones de los mencionados asesinatos, afirmando, unas, que esa participación tiene lugar, y otras, que semejante tarea sólo corresponde a las autoridades mexicanas, son un primer botón de muestra de lo delicado del asunto.
La violencia que invade a las ciudades norteñas abre un capítulo nuevo en la agenda de relaciones México-Estados Unidos, cuyas consecuencias son diversas. Algunas tienen que ver con los mecanismos para conducir el diálogo entre los dos países; otras, con lo difícil que es desenredar el nudo del narcotráfico, un asunto en el cual están comprometidos mexicanos y estadunidenses a un nivel tan profundo que es imposible vislumbrar una solución del problema sin tocar simultáneamente intereses de ambos lados de la frontera.
La primera consecuencia es ampliar el número y el papel de los interlocutores que participan en las negociaciones intergubernamentales. Por el lado mexicano, lo más novedoso es el papel del Ejército, dado el alto número de efectivos que el gobierno mantiene en Ciudad Juárez y otras ciudades fronterizas como Tijuana, Reynosa o Nogales. Algo tienen qué decir los generales sobre por qué no se controla la violencia o por qué su presencia no ha sido suficiente para mantener el orden. Asimismo, sobre cómo, desde la perspectiva que les ofrece su experiencia en el terreno, se podría devolver estabilidad a esas zonas que están poniendo a prueba la capacidad del Estado mexicano para imponer el control sobre el territorio nacional.
Pero los militares mexicanos no están acostumbrados a expresar sus puntos de vista, aún menos ante los estadunidenses. Es un diálogo que tradicionalmente se ha eludido por razones históricas y por ancestrales sentimientos nacionalistas. ¿Podrá seguirse eludiendo ahora?
Por el lado estadunidense, la consecuencia más evidente es colocar la relación con México bajo la influencia preponderante de la Secretaría de Seguridad Interna. Janet Napolitano, y no Hillary Clinton, se está convirtiendo en la voz dominante en los asuntos con México. El problema es que no existe un interlocutor comparable del otro lado de la frontera.
Aquí, no existe, dentro de la administración pública, la entidad coordinadora de problemas de seguridad; por el contrario, hay una gran dispersión entre los puntos de vista de autoridades locales y federales, es decir, entre lo que propone la Procuraduría General de la República y lo que se les puede ocurrir a los gobernadores. La situación es aún más dispersa cuando se trata del diálogo con Estados Unidos, tomando en cuenta el nacionalismo defensivo que surge de diversas voces, en particular de las filas del Congreso.
Más allá de quién lleva la voz cantante y quiénes deben participar en las pláticas sobre la violencia fronteriza, la gran pregunta es cómo se fijan las responsabilidades y cómo se puede combatir un fenómeno que procede de muchas partes, en particular de los consumidores de droga estadunidenses. Las recetas para combatir el crimen organizado, en el caso de un país que hace frontera con Estados Unidos, no pueden ignorar el peso de la demanda y la consiguiente comercialización de drogas que se realiza en aquel país, en circunstancias que no dejen que la violencia salga de control.
Detener la violencia en la frontera supone trazar un mapa de acción conjunta que permita alcanzar en México lo que se ha logrado en Estados Unidos. Es decir, convivir con el narcotráfico, pero sin que esto permita el fortalecimiento de cárteles que llevan la violencia a niveles insospechados de crueldad y descomposición del tejido social.
Para muchos es obvio que el camino no es la “guerra” tal y como la declaró y la ha implementado el presidente Calderón. Lo que resulta menos obvio es cómo buscar un entendimiento con Estados Unidos para que su cooperación no se dirija a la pura persecución, sino a los acuerdos para hacer el problema manejable, en la forma como ellos lo han logrado. A partir de allí, se debe rediseñar la estrategia de lucha contra el crimen organizado, que hasta ahora no da visos de obtener triunfos.
No es una tarea fácil. Quizá es una labor imposible. Sin embargo, sería el único camino para salir de terrenos pantanosos y lograr algún avance en la entrampada agenda de los problemas entre México y Estados Unidos.
Lo único importante en las relaciones México-Estados Unidos ha sido el tema de la seguridad que, hasta ahora, se centraba principalmente en las idas y venidas de la Iniciativa Mérida, cuyas disposiciones, por lo que toca a la entrega de ayuda, se han cumplido muy lentamente. En todo caso, lo interesante del tema es el nuevo cariz que ha tomado el problema de la seguridad, mismo que permite hablar de una agenda nueva en las relaciones.
Dicha agenda está relacionada con la extrema violencia que campea en las ciudades fronterizas mexicanas. El reciente asesinato de empleados y familiares del consulado estadunidense en Ciudad Juárez fue la gota que derramó el vaso. Nadie puede ahora ignorar que la violencia en ciudades fronterizas es un asunto que concierne a gobiernos y sociedades de ambos países. El problema es que no existe certidumbre sobre cuáles son las instancias que pueden ocuparse de la situación sin levantar una ola de resentimientos, sobre cómo se podría trabajar conjuntamente y, en especial, sobre cuál es el objetivo que se debe perseguir.
Las declaraciones contradictorias sobre la participación del FBI en las averiguaciones de los mencionados asesinatos, afirmando, unas, que esa participación tiene lugar, y otras, que semejante tarea sólo corresponde a las autoridades mexicanas, son un primer botón de muestra de lo delicado del asunto.
La violencia que invade a las ciudades norteñas abre un capítulo nuevo en la agenda de relaciones México-Estados Unidos, cuyas consecuencias son diversas. Algunas tienen que ver con los mecanismos para conducir el diálogo entre los dos países; otras, con lo difícil que es desenredar el nudo del narcotráfico, un asunto en el cual están comprometidos mexicanos y estadunidenses a un nivel tan profundo que es imposible vislumbrar una solución del problema sin tocar simultáneamente intereses de ambos lados de la frontera.
La primera consecuencia es ampliar el número y el papel de los interlocutores que participan en las negociaciones intergubernamentales. Por el lado mexicano, lo más novedoso es el papel del Ejército, dado el alto número de efectivos que el gobierno mantiene en Ciudad Juárez y otras ciudades fronterizas como Tijuana, Reynosa o Nogales. Algo tienen qué decir los generales sobre por qué no se controla la violencia o por qué su presencia no ha sido suficiente para mantener el orden. Asimismo, sobre cómo, desde la perspectiva que les ofrece su experiencia en el terreno, se podría devolver estabilidad a esas zonas que están poniendo a prueba la capacidad del Estado mexicano para imponer el control sobre el territorio nacional.
Pero los militares mexicanos no están acostumbrados a expresar sus puntos de vista, aún menos ante los estadunidenses. Es un diálogo que tradicionalmente se ha eludido por razones históricas y por ancestrales sentimientos nacionalistas. ¿Podrá seguirse eludiendo ahora?
Por el lado estadunidense, la consecuencia más evidente es colocar la relación con México bajo la influencia preponderante de la Secretaría de Seguridad Interna. Janet Napolitano, y no Hillary Clinton, se está convirtiendo en la voz dominante en los asuntos con México. El problema es que no existe un interlocutor comparable del otro lado de la frontera.
Aquí, no existe, dentro de la administración pública, la entidad coordinadora de problemas de seguridad; por el contrario, hay una gran dispersión entre los puntos de vista de autoridades locales y federales, es decir, entre lo que propone la Procuraduría General de la República y lo que se les puede ocurrir a los gobernadores. La situación es aún más dispersa cuando se trata del diálogo con Estados Unidos, tomando en cuenta el nacionalismo defensivo que surge de diversas voces, en particular de las filas del Congreso.
Más allá de quién lleva la voz cantante y quiénes deben participar en las pláticas sobre la violencia fronteriza, la gran pregunta es cómo se fijan las responsabilidades y cómo se puede combatir un fenómeno que procede de muchas partes, en particular de los consumidores de droga estadunidenses. Las recetas para combatir el crimen organizado, en el caso de un país que hace frontera con Estados Unidos, no pueden ignorar el peso de la demanda y la consiguiente comercialización de drogas que se realiza en aquel país, en circunstancias que no dejen que la violencia salga de control.
Detener la violencia en la frontera supone trazar un mapa de acción conjunta que permita alcanzar en México lo que se ha logrado en Estados Unidos. Es decir, convivir con el narcotráfico, pero sin que esto permita el fortalecimiento de cárteles que llevan la violencia a niveles insospechados de crueldad y descomposición del tejido social.
Para muchos es obvio que el camino no es la “guerra” tal y como la declaró y la ha implementado el presidente Calderón. Lo que resulta menos obvio es cómo buscar un entendimiento con Estados Unidos para que su cooperación no se dirija a la pura persecución, sino a los acuerdos para hacer el problema manejable, en la forma como ellos lo han logrado. A partir de allí, se debe rediseñar la estrategia de lucha contra el crimen organizado, que hasta ahora no da visos de obtener triunfos.
No es una tarea fácil. Quizá es una labor imposible. Sin embargo, sería el único camino para salir de terrenos pantanosos y lograr algún avance en la entrampada agenda de los problemas entre México y Estados Unidos.
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