miércoles, 3 de marzo de 2010

LOS COSTOS DE LA OBESIDAD INFANTIL

CIRO MURAYAMA RENDÓN

El secretario de Salud, José Ángel Córdova hizo una previsión que, de no ser por el marasmo en el que nos encontramos, debió encender todas las alarmas: el incremento de la obesidad infantil y sus secuelas sobre la salud se pueden traducir en una disminución de la esperanza de vida de siete años en la próxima generación de mexicanos (EL UNIVERSAL, 22/02/2010).
La esperanza de vida es un indicador que resume la situación de la salud de una población. Por ello, reducirla es una auténtica catástrofe social. Para dar una idea de lo que significaría, baste señalar que de acuerdo al Índice de Desarrollo Humano (IDH) elaborado por las ONU, la esperanza de vida al nacer fue de 76 años en México en 2007; retroceder a 69 años en una sola generación nos colocaría con una esperanza vital similar a la que alcanzan países como Trinidad y Tobago (69.2 años) o Surinam (68.8), y por debajo de los niveles que se registran en los territorios ocupados en Palestina, o en naciones como Jamaica, Argelia, Honduras y Nicaragua.
El sobrepeso afecta a siete de cada diez adultos mexicanos y a uno de cada tres niños y adolescentes. Padecen obesidad 8% de los niños de entre 5 y 11 años de edad y 9% de quienes tienen entre 12 y 19 años. Cifras oficiales confirman que 90% de los casos de diabetes —principal causa de muerte en México— están asociados a la obesidad.
La diabetes dejó de ser una enfermedad crónica degenerativa de personas de edad avanzada para afectar en buena medida a niños y adolescentes. De acuerdo con el INEGI, en México hay 16 millones de hogares (el 58.6% del total) que tienen al menos a uno de sus integrantes con una edad de entre cero y 14 años. Así, es factible que más de un millón 400 mil hogares tengan a un niño obeso. El desarrollo de diabetes en un obeso genera daños económicos para su familia. Una estimación de la Procuraduría Federal del Consumidor situó, en 2007, el costo mensual de la atención a un paciente diabético entre los 1,217 pesos mensuales (que incluían costear hemoglobina glucosada, antidiabético oral tres veces al día, visita al endocrinólogo cada tres meses y tiras reactivas para medir el nivel de azúcar) y los 4,387 pesos mensuales (para pacientes que, además de esos gastos, afrontan la adquisición de una microinfusora, pilas, catéter y aditamentos de la misma, así como insulina). Esto es, al día el gasto en atención a la diabetes va de los 41 a los 146 pesos.
Si se considera que el ingreso medio de las familias es de 408 pesos diarios —siguiendo la información de la Encuesta Nacional de Ingreso Gasto de los Hogares de 2008—, y se estima que un niño con diabetes estaría en el nivel más bajo de costo (1,217 pesos mensuales), tendríamos que 36% del ingreso del hogar se iría en atender la enfermedad. Ese porcentaje cae en lo que se denomina un gasto catastrófico en salud: cuando la familia destina más del 30% de su ingreso a la atención de la salud de sus miembros. La situación empeora para las familias de menores ingresos: por ejemplo, el gasto en atención a un diabético no avanzado sería 60% para una familia ubicada en el quinto decil; por no hablar de las condiciones de los hogares del 20 por ciento más pobre cuyo ingreso total es inferior al costo menor del tratamiento de diabetes.
Cabe decir, además, que las compañías aseguradoras privadas no cubren el padecimiento de la diabetes. En la vertiente pública, la insuficiencia de insulina y medicamentos para atender la diabetes con frecuencia hacen que el costo se tenga que cubrir con gasto de bolsillo privado. Además, tratamientos necesarios ante un padecimiento avanzado, como las hemodiálisis, no se consideran en la cobertura del Seguro Popular.
En este panorama, a nivel preventivo habrían de sumarse todos los esfuerzos para cortar la expansión de la obesidad infantil. Y frente a los casos que ya han desarrollado diabetes, deberían explorarse mecanismos para que las aseguradoras —un poco siguiendo el espíritu de Obama en la materia— no pudiesen excluir la cobertura de determinadas enfermedades; extender los tratamientos contemplados en el Seguro Popular; y fortalecerse la capacidad de compra y abastecimiento de medicamentos en las instituciones sanitarias públicas, capacidad dispersa y menguada por la estrategia política “descentralizadora” que domina en el sector y que va en contrasentido de la edificación de un sistema único y universal de salud.

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