Los partidos políticos son -dicen los libros de texto más viejos- organizaciones marcadas por un ideario que ofrece identidad a sus miembros. Quienes militan en ellos forman subconjuntos que comparten principios, un diagnóstico de lo que sucede en el país o en el mundo y una propuesta de acción, que tienden a otorgarles un perfil definido. Esa visión compartida los cohesiona y los hace diferentes a otros que sostienen ideas no sólo distintas sino enfrentadas. De esa manera ofrecen un sentido a la vida política -y en ocasiones a la vida toda- conformando un nosotros que de "manera natural" se opone a los otros.
En muchos países se llegó a hablar de "subculturas" que organizaban el conflicto político y que conformaban "familias" de pensamiento y acción que proyectaban la imagen de fortalezas robustas y diferenciadas. Así, conservadores, liberales, democratacristianos, socialistas, comunistas, eran portadores de signos de identidad tan arraigados que en sí mismos establecían las posibilidades y los límites de las convergencias y las alianzas.
Pero las identidades en todo el mundo se han hecho más porosas. Las ligas con clases o grupos sociales tienden a flexibilizarse, ese universo complejo y contradictorio al que por economía de lenguaje llamamos ciudadanos conjuga de manera compleja los valores que ponen en pie a los distintos partidos, las preferencias de los electores suelen ser cambiantes, los candidatos están obligados a enlazar sus agendas con las preocupaciones de los votantes lo que los fuerza a trascender sus respectivos ghettos ideológicos, los medios de comunicación tienen un impacto en la forja de "personalidades" carismáticas -o no- que de manera regular rebasan los corsés partidistas. En fin, que por angas o mangas vivimos un reblandecimiento de las identidades partidistas.
Los signos de identidad, sin embargo, no han desaparecido ni creo que lo harán. Sólo se han ablandado por el efecto que tiene la mecánica democrática. Basada en el pluralismo, al que legitima y ofrece cauce, tiende a ofrecer un espacio institucional a la diversidad de opciones políticas. Así, la convivencia entre adversarios se institucionaliza; las diferentes corrientes coexisten en los espacios de la representación, y ahí se encuentran, pelean y pactan, aprenden los rudimentos de la aritmética democrática (si tienen suficientes votos, hacen prosperar sus propuestas, y si no, están obligados a negociar, y si no, pues no pasan), y ello demanda una cierta dosis de pragmatismo. La cara venturosa de esa mecánica es que "desdemoniza" al adversario y obliga a reconocerlo como una expresión legítima, además de que exige en muchos casos hacerse cargo de las necesidades y los argumentos de los otros. El rostro no tan amable de esa realidad es que las identidades tienden a nublarse, a hacerse más vaporosas, lo que impacta de manera negativa a todos aquellos que se definen como doctrinarios, como guardianes de una ideología inmaculada que no debe ser contaminada con elementos externos ni "ideas exóticas". Estamos ante una tensión que no es inventada, que es fruto del marco político en el que compite la diversidad: identidad vs. pragmatismo.
Entre nosotros además, durante una muy larga etapa, la política electoral y los cargos de representación estuvieron copados (casi) por un solo partido (el PRI por si usted acaba de llegar de Ulan Bator) a cuyos flancos existieron siempre otros más bien testimoniales (dada la imposibilidad de competir en condiciones equitativas). La hegemonía de un partido parecía construir con nitidez los campos: pragmáticos en el PRI -no sin algunos signos de identidad- y doctrinarios -que nunca dejaron de tener algún impacto en la política- en una oposición que era más una conciencia crítica que partidos en el sentido moderno del término. Militantes de izquierda y derecha fueron movidos por una apuesta de futuro (mientras tanto la política era monopolizada por un partido con afán omniabarcante), estaban excluidos de la toma de decisiones, pero fueron una vigorosa voz de denuncia que reforzaba su identidad. Y hay que subrayarlo: sin identidad no hay causas, entusiasmo, sentido.
Por fortuna, el formato de partido hegemónico (según Sartori y su famosa tipología) fue desmontado y hoy contamos con un sistema de partidos equilibrado, lo que hace de todos ellos eficientes plataformas de lanzamiento hacia los cargos de representación popular y potentes maquinarias burocráticas instaladas en el corazón y el sistema circulatorio del Estado. No pueden mantenerse enclaustrados mirándose al espejo y están obligados a tratar con los otros si no quieren verse reducidos a la ineficacia. De ahí la necesidad de una dosis de pragmatismo. Pero hablo de una dosis, porque si éste acaba anulando los signos de identidad no sólo se reforzará la conseja de que todos los partidos son iguales, sino que la propia actividad política carecerá de significado para la mayoría de los ciudadanos.
En muchos países se llegó a hablar de "subculturas" que organizaban el conflicto político y que conformaban "familias" de pensamiento y acción que proyectaban la imagen de fortalezas robustas y diferenciadas. Así, conservadores, liberales, democratacristianos, socialistas, comunistas, eran portadores de signos de identidad tan arraigados que en sí mismos establecían las posibilidades y los límites de las convergencias y las alianzas.
Pero las identidades en todo el mundo se han hecho más porosas. Las ligas con clases o grupos sociales tienden a flexibilizarse, ese universo complejo y contradictorio al que por economía de lenguaje llamamos ciudadanos conjuga de manera compleja los valores que ponen en pie a los distintos partidos, las preferencias de los electores suelen ser cambiantes, los candidatos están obligados a enlazar sus agendas con las preocupaciones de los votantes lo que los fuerza a trascender sus respectivos ghettos ideológicos, los medios de comunicación tienen un impacto en la forja de "personalidades" carismáticas -o no- que de manera regular rebasan los corsés partidistas. En fin, que por angas o mangas vivimos un reblandecimiento de las identidades partidistas.
Los signos de identidad, sin embargo, no han desaparecido ni creo que lo harán. Sólo se han ablandado por el efecto que tiene la mecánica democrática. Basada en el pluralismo, al que legitima y ofrece cauce, tiende a ofrecer un espacio institucional a la diversidad de opciones políticas. Así, la convivencia entre adversarios se institucionaliza; las diferentes corrientes coexisten en los espacios de la representación, y ahí se encuentran, pelean y pactan, aprenden los rudimentos de la aritmética democrática (si tienen suficientes votos, hacen prosperar sus propuestas, y si no, están obligados a negociar, y si no, pues no pasan), y ello demanda una cierta dosis de pragmatismo. La cara venturosa de esa mecánica es que "desdemoniza" al adversario y obliga a reconocerlo como una expresión legítima, además de que exige en muchos casos hacerse cargo de las necesidades y los argumentos de los otros. El rostro no tan amable de esa realidad es que las identidades tienden a nublarse, a hacerse más vaporosas, lo que impacta de manera negativa a todos aquellos que se definen como doctrinarios, como guardianes de una ideología inmaculada que no debe ser contaminada con elementos externos ni "ideas exóticas". Estamos ante una tensión que no es inventada, que es fruto del marco político en el que compite la diversidad: identidad vs. pragmatismo.
Entre nosotros además, durante una muy larga etapa, la política electoral y los cargos de representación estuvieron copados (casi) por un solo partido (el PRI por si usted acaba de llegar de Ulan Bator) a cuyos flancos existieron siempre otros más bien testimoniales (dada la imposibilidad de competir en condiciones equitativas). La hegemonía de un partido parecía construir con nitidez los campos: pragmáticos en el PRI -no sin algunos signos de identidad- y doctrinarios -que nunca dejaron de tener algún impacto en la política- en una oposición que era más una conciencia crítica que partidos en el sentido moderno del término. Militantes de izquierda y derecha fueron movidos por una apuesta de futuro (mientras tanto la política era monopolizada por un partido con afán omniabarcante), estaban excluidos de la toma de decisiones, pero fueron una vigorosa voz de denuncia que reforzaba su identidad. Y hay que subrayarlo: sin identidad no hay causas, entusiasmo, sentido.
Por fortuna, el formato de partido hegemónico (según Sartori y su famosa tipología) fue desmontado y hoy contamos con un sistema de partidos equilibrado, lo que hace de todos ellos eficientes plataformas de lanzamiento hacia los cargos de representación popular y potentes maquinarias burocráticas instaladas en el corazón y el sistema circulatorio del Estado. No pueden mantenerse enclaustrados mirándose al espejo y están obligados a tratar con los otros si no quieren verse reducidos a la ineficacia. De ahí la necesidad de una dosis de pragmatismo. Pero hablo de una dosis, porque si éste acaba anulando los signos de identidad no sólo se reforzará la conseja de que todos los partidos son iguales, sino que la propia actividad política carecerá de significado para la mayoría de los ciudadanos.
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