PEDRO SALAZAR UGARTE
La iniciativa es buena. Eso que ni qué. las coordenadas de las reformas constitucionales que propone Peña Nieto en materia de transparencia apuntan en la dirección correcta y recogen ideas que llevan años en el tintero. La plena autonomía del IFAI, su consolidación como autoridad nacional con facultades sobre los tres poderes y con capacidad para presentar acciones de insconstitucionalidad son positivas. Mauricio Merino –un verdadero experto en estos temas- reconocía lo mismo el día de ayer. Pero el propio Merino externaba una preocupación relevante: el riesgo de que la eventual reforma adolezca de una ley secundaria. Esa práctica se ha instalado en nuestro ordenamiento constitucional cual ave negra secuestra los polluelos de las modificaciones constitucionales. Gatopartidismo jurídico lo he llamado en otra ocasión: se cambia la Constitución pero, ante la ausencia de leyes, las prácticas y las políticas permanecen inalteradas.
Recordemos algunos casos clamorosos. En 2007 se incorporó el derecho de réplica a la Constitución, pero nunca se aprobó la ley reglamentaria. Ese mismo año se crearon nuevas reglas constitucionales (en el artículo 134) para limitar y controlar el uso de recursos públicos destinados a promover la imagen de los gobernantes y nunca se reforzaron con una legislación ad hoc. Parte del conflicto postelectoral de 2012 se incubó en esta omisión legislativa. En junio de 2011 se aprobó la más ambiciosa y completa reforma constitucional en materia de derechos humanos y, hasta ahora, faltan las leyes contempladas en los transitorios correspondientes. Y, por si no bastara, el mismo año se cambiaron las reglas constitucionales en materia de amparo y sigue pendiente la ley secundaria en ese tema particularmente delicado. Ello sin mencionar a la reforma en materia de justicia penal que aguarda una legislación que la ponga en práctica. Pura demagogia constitucional.
La tendencia es delicada por varias razones. Para empezar, porque convierte a la Constitución en un documento de plástico que cambia a capricho de las coyunturas: que si nos preocupa la inseguridad, cambiemos las Constitución; que si nos urge un baño de legitimidad, ajustemos un par de artículos de la norma suprema. Ello le resta fuerza normativa y abona en el terreno de la irrelevancia del derecho. Al final lo que estipula la Constitución pierde todo sentido práctico. Pero, además, convierte a los derechos fundamentales en fórmulas retóricas. De nada sirve reconocer derechos sin afianzarlos con las leyes y las garantías institucionales correspondientes. La estrategia incluso puede resultar contraproducente: los derechos constitucionalizados que se incumplen resultan falsas promesas que incuban el desprestigio de su agenda. De paso, la ausencia de leyes secundarias, potencialmente desajusta el funcionamiento del Estado. Ante el silencio del legislador, los jueces constitucionales toman la palabra. Esta anomalía desfonda la lógica democrática porque desplaza la función legislativa y ello tiene efectos de pronóstico reservado (basta con recordar lo que hizo el Tribunal Electoral con las reglas del artículo 134).
La iniciativa en materia de transparencia podría inaugurar una práctica elemental y urgente: cada reforma constitucional debe acompañarse con una ley secundaria correspondiente. En algunos países se exige, incluso, que las reformas constitucionales contemplen las previsiones presupuestales que implicarían. Se trata de antídotos contra la demagogia constitucional y el gatopartidismo jurídico. En México, hoy existe una agenda legislativa robusta que nadie parece reconocer. Su contenido está trazado en la propia Constitución y consiste en la aprobación de las leyes secundarias pendientes. Son muchas y muy importantes. Por ellos cuando los actores políticos anuncian nuevas reformas constitucionales conviene ponerse alerta. No vaya a ser que – de nuevo- nos quieran vender gato por liebre.
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