JORGE ALCOCER
Sin una reforma integral de su vida interna, las dos Cámaras del Congreso de la Unión seguirán inmersas en una dinámica perversa, que hace ineficiente su trabajo, dando lugar a críticas, justificadas o no, pero al final de cuentas demoledoras del aprecio que la sociedad debieran tener por sus representantes, diputados y senadores.
Han transcurrido 24 días desde el inicio del mandato de la LXII Legislatura; a finales de agosto fueron electos los integrantes de las respectivas mesas directivas, presididas por Jesús Murillo Karam la de San Lázaro y Ernesto Cordero en el Senado. A su vez, las juntas de coordinación política se instalaron sin mayor problema. En Diputados la preside el coordinador del PAN, Luis Alberto Villarreal, y en el Senado, Emilio Gamboa, líder de la bancada del PRI.
En las sesiones plenarias celebradas hasta la semana pasada, seis en cada Cámara, han sido presentadas 32 iniciativas de reforma a la Constitución y 72 a diversas leyes; de ese total (104) una tercera parte en el Senado; dos iniciativas, preferentes, corresponden al Ejecutivo, una en cada Cámara; el resto corresponden a los legisladores. Además, se han presentado múltiples puntos de acuerdo sobre los más diversos asuntos que se pueda imaginar un ciudadano; el más reiterado es la creación de Comisiones especiales, adicionales a las ordinarias que establece la Ley del Congreso.
Esas iniciativas y puntos de acuerdo, en ambas Cámaras, no han tenido forma de empezar a ser atendidas, debido a que, hasta ayer, las pugnas entre y dentro de los grupos parlamentarios por las presidencias de las Comisiones ordinarias impedían que el pleno y aprobara la integración de las mismas.
Desde 1997 se impuso, desde la ley, el criterio de asignar las presidencias de Comisiones ordinarias conforme al peso numérico de cada grupo parlamentario, en un reparto por cuotas que demerita la calidad del trabajo legislativo. Como en otros ámbitos, impera una especie de ley de hierro: entra el que cabe, no el que sabe.
Con tan mal criterio, son muchos los casos en que los presidentes de Comisiones no son los legisladores que mejor conocen la materia, sino los que cada grupo partidista designa, una vez que el pastel ha sido repartido por los coordinadores parlamentarios, conforme a criterios que poco o nada tienen que ver del trabajo legislativo.
Como ser presidente de Comisión otorga, a los designados, visibilidad pública y apoyos nada despreciables, se crean Comisiones especiales sin ton ni son, para asuntos que, en estricto rigor legislativo, no son de la competencia del Congreso.
La fiebre por presentar iniciativas se desató desde la primera sesión ordinaria en cada Cámara. Tal iniciativitis da lugar a propuestas que no tienen otra razón o intención que fijar una postura política, o contar con la fotografía del legislador en tribuna, sin importar la calidad analítica ni el rigor jurídico de lo que se propone.
De esa manera, el contador de iniciativas presentadas y pendientes de dictaminar sigue su acelerada marcha, lo que pronto dará lugar a renovadas críticas por la "baja productividad" de las Comisiones de dictamen; de cada Cámara, y del Poder Legislativo federal en su conjunto.
Una posible solución sería establecer en la Ley del Congreso que solamente las iniciativas suscritas por los grupos parlamentarios pasaran de inmediato a Comisión dictaminadora; las presentadas a título personal, o por varios legisladores sin respaldo de su grupo, serán enviadas a una Comisión ad hoc, que las califique en su rigor jurídico, de técnica legislativa, pudiendo desecharlas sin mayor trámite.
Los llamados "puntos de acuerdo" podrían ser votados de inmediato en el Pleno, para admitirlos a estudio, o rechazarlos sin mayor trámite.
Imponer un mínimo rigor en estos asuntos supone establecer normas que hagan de la presentación de iniciativas de ley un acto de responsabilidad colectiva, no un ejercicio de propaganda personal o política.
No es mejor Congreso el que se ve saturado de iniciativas de reformas a la Constitución y las leyes, ni el que las aprueba por conveniencia política. La seguridad jurídica supone permanencia de las leyes que rigen la vida en sociedad.
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