PEDRO SALAZAR UGARTE
El derecho es una ficción social, un artificio, una herramienta. Su valor solo es instrumental. Ello no implica que valga poco porque los instrumentos pueden ser fundamentales para prevenir catástrofes o para evitar calamidades. Y, de hecho, el derecho es una técnica compleja que conjuga procedimientos orientados a superar conflictos. En las democracias constitucionales su función última es estratégica: las leyes son las herramientas que sirven para pacificar la convivencia. Pero ello presupone algunas condiciones y se mide en una clave: la certeza.
Para empezar, las normas deben ser conocidas y reconocidas por todos los actores. Por ejemplo, en nuestra disputa política, es importante que las reformas electorales recientes —la de 2007 de manera destacada— fueran avaladas y defendidas por todos los partidos. Pero también es bueno que las normas electorales fueran combatidas por otros actores relevantes. Medios e intelectuales enfrentaron al derecho a través del derecho y, como resultado de esos litigios, contamos con reglas ciertas, claras y conocidas. Y esa es la primera condición de la certeza. Pero, además, es indispensable que existan árbitros que operen sobre la base de procedimientos y plazos ciertos. Esto es algo que les cuesta mucho trabajo entender a los cientistas sociales. El derecho no es un cajón con plastina. Si lo fuera no serviría para nada. Por ejemplo, el IFE y el Tribunal Electoral son los árbitos en nuestro sistema electoral y el éxito de su función depende de su respeto por las reglas y de su apego a los procedimientos. Esa es otra condición de la certeza. Las autoridades deben ceñirse a lo que el derecho les faculta, les prohíbe y les impone. “Principio de legalidad” es el nombre de esta directriz que vacuna a las sociedades contra la irrelevancia de las normas.
En el caso concreto, la elección pasó, el IFE hizo su tarea y, en lo fundamental, la hizo bien. Presenciamos campañas, vimos debates y votamos. Nuestros votos se contaron y ahora —a muchos— nos toca ser oposición. Todo eso fue posible porque la autoridad funciona. Ello no supone que nos guste su diseño ni apreciemos sus dinámicas (a mí, por ejemplo, me irrita su aparato burocrático). Pero es indiscutible su eficacia; los procedimientos electorales —leáse, la legalidad de la elección— se observaron puntualmente. Otra cosa será la fiscalización de los recursos y sus consecuencias; y quien no entienda ésto —pero quiera hacerlo— puede consultar a un abogado. Por lo mismo la cantaleta de la imposición es absurda. Y también por ello se equivocaría el Tribunal si desconoce la precisión técnica del proceso. Ojalá los magistrados hayan superado su obsesión por demostrar que tienen la última palabra y sepan reconocerle al IFE el deber cumplido.
Esto no predispone el sentido de la calificación de la elección pero sí demanda argumentos convincentes. La obligación fundamental de los jueces es generar certeza. Así que, si van a anular los comicios, que coloquen el reflector en las presuntas violaciones a los principios constitucionales por parte de los actores contendientes. A mí el argumento no me convence pero no soy juez, ni prejuzgo; aunque me queda claro que sería la única ruta para arar en esa tierra. El caso Morelia es el arquetipo de esa estrategia argumentativa. De lo contrario que validen bien y con contundencia: “La elección fue constitucional y fue legal y el licenciado Peña Nieto será el presidente legítimo de México hasta el 2018 porque el IFE cumplió con su función, los ciudadanos decidieron libremente y, a pesar de irregularidades detectadas, no existen elementos para anular los comicios”. Si esa es la decisión, esto es lo que los juzgadores deben decir y cargar en sus espaldas el resto de sus vidas (ahí está la elección para gobernador de Michoacán como modelo). Lo que no se vale es el “sí pero no” o el “no pero sí” que tanto les gusta a los magistrados. México no está para una resolución frívola o grillesca; necesita certeza.
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