Las descalificaciones que se han lanzado mutuamente los voceros más ruidosos del PAN y del PRI tienen varias interpretaciones pero un solo sentido. El propósito es posicionarse de cara a las elecciones intermedias como dos entidades independientes y confrontadas a efecto de polarizar en dos opciones las preferencias ciudadanas.
Es una disputa por territorios de poder —y de no poder— que han compartido a lo largo de dos decenios, desde que Salinas se coludió con los panistas para enterrar los vestigios de la Revolución Mexicana. El objetivo que los unió entonces, como volvió a amancebarlos en 2006, fue la entronización de un gobierno espurio que cerrara el camino a la insurgencia popular.
Se trata de un pleito de familia con sabor a hollín, ya que según el refranero, el comal le dijo a la olla: ¡qué tiznada estás! Puede verse también como un regateo por el botín en la hora del reparto, pero sería más exacto asimilarlo a las querellas dinásticas que preceden la caída de las casas reinantes. Discútase el sexo de los ángeles o el color de los billetes.
La cuestión a dilucidar es la culpabilidad oficial respecto del avance irrefrenable del narcotráfico y la violencia. Esa acusación del panismo contra el régimen anterior no es nueva. Viene de la campaña del 2000 y se expresa en la diatriba elemental contra “víboras prietas y tepocatas”, así como en la “teoría de las ratas” que se apoderaron del domicilio mediante la complacencia de sus moradores.
Renace por cierto con la denuncia de Gómez Mont sobre las “omisiones” del gobierno foxista: “Se vivió una paz simulada”. Aunado a revelaciones en torno a los vínculos tejidos en ese sexenio con El Chapo Guzmán —el narco guadalupano—, que presumiblemente se prolongan hasta hoy a través de los escondrijos nunca investigados de la Secretaría de Seguridad Pública.
En la trifulca del “fuego amigo” las ráfagas cruzaron al campo contrario y rociaron a granel las maltrechas famas de notorios emisarios del pasado. Éstos reaccionaron por la inverosímil denuncia de los métodos de la actual administración que hasta entonces habían apoyado: “Les aprobamos incluso leyes de excepción, en contra de las garantías individuales”.
Asistimos tal vez a las postrimerías de una nostalgia de dos vertientes: una derecha falangista, que a falta de un “generalísimo” defensor de la fe se conforma con un generalito protector del hueso; y otra —retrógrada sin remedio— dispuesta a cuadrarse frente a la mano dura, garante de sus reductos feudales. No contaban con el convidado de piedra: el fantasma irreductible de la ilegitimidad del gobierno. “Están ahí porque nosotros quisimos”, sin relación alguna con el sufragio.
No es sólo, como diría el gobernador costeño, que “el PAN no sabe gobernar y el PRI no ha sabido ser oposición”, sino que nunca quiso serlo. Los asaltos iniciales de la transición derribaron el sistema de partido hegemónico, pero dejaron intacta la estructura de la hegemonía neoliberal, de la que ambos partidos son sirvientes gemelos —para no hablar de la “modernidad” que enarbolan los palafreneros de izquierda.
Ante tal coagulación oligárquica el juego electoral está falseado y corremos el riesgo de bendecir el contubernio por inadvertencia. Dice Harvey que tras tantos años de adoctrinamiento, todos somos neoliberales sin saberlo. Corremos el riesgo de que una propaganda abrumadora nos condene a la complicidad pasiva con el “haiga sido como haiga sido”.
Los comicios venideros no restablecerán la normalidad democrática. Dentro de una lógica categórica las fuerzas democráticas podrían haber llamado al abstencionismo. Conviene sin embargo a la paz pública y a la continuidad institucional que el Poder Legislativo encarne una legitimidad residual, extraída de las oquedades del IFE y a contrapelo de la manipulación y del cohecho.
La verdadera oposición en el Congreso habrá de ser reducto contra la opresión y extensión natural del movimiento social. De modo alguno aval solapado a las fechorías del bloque dominante. No más préstamos multimillonarios que hipotecan al país a despecho de la Constitución. No más centros conjuntos que trasladan al extranjero decisiones estratégicas y militares reservadas a la soberanía mexicana.
No más simulacros abortados de reforma del Estado, mampara de mezquinas combinaciones de caciques parlamentarios. En adelante, cada voto por la transformación democrática deberá tener un correlato de firmeza, de honestidad y aun de sacrificio en el ejercicio de la representación popular. Ese es el compromiso.
Es una disputa por territorios de poder —y de no poder— que han compartido a lo largo de dos decenios, desde que Salinas se coludió con los panistas para enterrar los vestigios de la Revolución Mexicana. El objetivo que los unió entonces, como volvió a amancebarlos en 2006, fue la entronización de un gobierno espurio que cerrara el camino a la insurgencia popular.
Se trata de un pleito de familia con sabor a hollín, ya que según el refranero, el comal le dijo a la olla: ¡qué tiznada estás! Puede verse también como un regateo por el botín en la hora del reparto, pero sería más exacto asimilarlo a las querellas dinásticas que preceden la caída de las casas reinantes. Discútase el sexo de los ángeles o el color de los billetes.
La cuestión a dilucidar es la culpabilidad oficial respecto del avance irrefrenable del narcotráfico y la violencia. Esa acusación del panismo contra el régimen anterior no es nueva. Viene de la campaña del 2000 y se expresa en la diatriba elemental contra “víboras prietas y tepocatas”, así como en la “teoría de las ratas” que se apoderaron del domicilio mediante la complacencia de sus moradores.
Renace por cierto con la denuncia de Gómez Mont sobre las “omisiones” del gobierno foxista: “Se vivió una paz simulada”. Aunado a revelaciones en torno a los vínculos tejidos en ese sexenio con El Chapo Guzmán —el narco guadalupano—, que presumiblemente se prolongan hasta hoy a través de los escondrijos nunca investigados de la Secretaría de Seguridad Pública.
En la trifulca del “fuego amigo” las ráfagas cruzaron al campo contrario y rociaron a granel las maltrechas famas de notorios emisarios del pasado. Éstos reaccionaron por la inverosímil denuncia de los métodos de la actual administración que hasta entonces habían apoyado: “Les aprobamos incluso leyes de excepción, en contra de las garantías individuales”.
Asistimos tal vez a las postrimerías de una nostalgia de dos vertientes: una derecha falangista, que a falta de un “generalísimo” defensor de la fe se conforma con un generalito protector del hueso; y otra —retrógrada sin remedio— dispuesta a cuadrarse frente a la mano dura, garante de sus reductos feudales. No contaban con el convidado de piedra: el fantasma irreductible de la ilegitimidad del gobierno. “Están ahí porque nosotros quisimos”, sin relación alguna con el sufragio.
No es sólo, como diría el gobernador costeño, que “el PAN no sabe gobernar y el PRI no ha sabido ser oposición”, sino que nunca quiso serlo. Los asaltos iniciales de la transición derribaron el sistema de partido hegemónico, pero dejaron intacta la estructura de la hegemonía neoliberal, de la que ambos partidos son sirvientes gemelos —para no hablar de la “modernidad” que enarbolan los palafreneros de izquierda.
Ante tal coagulación oligárquica el juego electoral está falseado y corremos el riesgo de bendecir el contubernio por inadvertencia. Dice Harvey que tras tantos años de adoctrinamiento, todos somos neoliberales sin saberlo. Corremos el riesgo de que una propaganda abrumadora nos condene a la complicidad pasiva con el “haiga sido como haiga sido”.
Los comicios venideros no restablecerán la normalidad democrática. Dentro de una lógica categórica las fuerzas democráticas podrían haber llamado al abstencionismo. Conviene sin embargo a la paz pública y a la continuidad institucional que el Poder Legislativo encarne una legitimidad residual, extraída de las oquedades del IFE y a contrapelo de la manipulación y del cohecho.
La verdadera oposición en el Congreso habrá de ser reducto contra la opresión y extensión natural del movimiento social. De modo alguno aval solapado a las fechorías del bloque dominante. No más préstamos multimillonarios que hipotecan al país a despecho de la Constitución. No más centros conjuntos que trasladan al extranjero decisiones estratégicas y militares reservadas a la soberanía mexicana.
No más simulacros abortados de reforma del Estado, mampara de mezquinas combinaciones de caciques parlamentarios. En adelante, cada voto por la transformación democrática deberá tener un correlato de firmeza, de honestidad y aun de sacrificio en el ejercicio de la representación popular. Ese es el compromiso.
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