En 1933 se reunieron los poderes del mundo de entonces en el antiguo Museo de Geología de Londres. Bajo la adusta mirada de los fósiles que ahí moraban, el presidente Franklin Delano Roosevelt reclamó a los dirigentes europeos dejar atrás las telarañas de la sabiduría convencional y afrontar la crisis en curso con el poder fiscal de los estados. No tuvo éxito y abandonó la sala para desplegar solo su Nuevo Trato.
Esta vez no ocurrió lo mismo, pero Obama advirtió con claridad las insuficiencias de lo acordado en la capital británica, bajo la tutela conservadora de la señora Merkel y del saltimbanqui Sarkozy. Para Gordon Brown sólo parece haber quedado celebrar el ocaso del Consenso de Washington y del arribo de un nuevo orden que no llega todavía a ser siquiera hipótesis de trabajo. Sin menoscabo de las medidas y recursos dispuestos para expandir el crédito a las zonas subdesarrolladas o emergentes y para ampliar las garantías para el comercio internacional, o de los compromisos sobre nuevas regulaciones de la alta finanza, la cumbre se quedó corta frente a las proyecciones ominosas y las expectativas a la baja en todo el mundo.
La celebración cupular no tiene desperdicio, pero sólo da cuenta por adelantado de lo que aquí nos espera con un gobierno declarado ejemplar y, como el alumno dedicado, merecedor de las nuevas líneas de crédito flexible, sin condicionalidad, del FMI destinadas a los bien portados. Vaya usted a saber qué pensaron realmente de todo esto los vecinos brasileños o argentinos, cuando no los sudafricanos, pero no hay duda de que tendremos fandango financiero oficial por un rato, hasta que la buena conducta premiada revele rezongona la mala educación económica que subyace a esta nueva proeza de la nación predilecta de la morenita.
No se trata de desdeñar los dones dispuestos a nuestro favor por el redivivo Fondo Monetario Internacional, pero sí de ponerlos en la perspectiva adecuada. Como línea de protección contra los especuladores tempranos y poco avezados puede operar, y a la vez coadyuvar a hacer menos oneroso el rescate de las empresas grandes mexicanas endeudadas en dólares y apabulladas por vencimientos inminentes. Junto con el crédito del Tesoro estadunidense puede posponer el ajuste que parecía inminente e inclemente con unas cuentas externas peligrosamente deficitarias. Pero esta es apenas la sinopsis de una historia que no debería dar pábulo, como lo fueron otras en el pasado no tan lejano, a que el país quede maniatado no tanto por la deuda contraída sino por el fortalecimiento irracional de unas conductas y condicionalidades autoimpuestas que lo llevaron al destructivo estancamiento estabilizador del último cuarto de siglo.
La buena conducta que nos ha hecho ejemplares se resume en una estabilidad que se come con los días las capacidades productivas, humanas y físicas, institucionales y políticas, que se pudieron salvar de los desplomes de fin de siglo o que, incluso, pudieron emerger entre tanto y tan desbocado cambio en pos de una globalidad hoy evanescente. La medallita londinense debería servir en todo caso para replantear la estrategia de desarrollo y la revisión inmediata de la política anticrisis, no para reforzar dogmas y supuestas sabidurías convencionales en Los Pinos y Hacienda, que no ofrecen sino más de lo mismo, leído ahora triunfalistamente como la clave de nuestra excepcionalidad.
Para el secretario de Hacienda, México se ha probado como líder en todos los frentes abiertos por la crisis internacional: en política anticíclica, coordinación financiera, etcétera. Todo ello gracias a que sus “fundamentales” están a punto y la casa en orden (El Universal, 3/4/09). Pero si se lee bien su desempeño en materia de (de)crecimiento económico, (des)empleo, comercio internacional o finanzas públicas con déficit al alza, lo que más bien le espera al país es un examen a título de suficiencia, pero con sinodales distintos a los que hoy desde el Fondo Monetario Internacional vuelven a expedirle certificados más que dudosos.
Esta vez no ocurrió lo mismo, pero Obama advirtió con claridad las insuficiencias de lo acordado en la capital británica, bajo la tutela conservadora de la señora Merkel y del saltimbanqui Sarkozy. Para Gordon Brown sólo parece haber quedado celebrar el ocaso del Consenso de Washington y del arribo de un nuevo orden que no llega todavía a ser siquiera hipótesis de trabajo. Sin menoscabo de las medidas y recursos dispuestos para expandir el crédito a las zonas subdesarrolladas o emergentes y para ampliar las garantías para el comercio internacional, o de los compromisos sobre nuevas regulaciones de la alta finanza, la cumbre se quedó corta frente a las proyecciones ominosas y las expectativas a la baja en todo el mundo.
La celebración cupular no tiene desperdicio, pero sólo da cuenta por adelantado de lo que aquí nos espera con un gobierno declarado ejemplar y, como el alumno dedicado, merecedor de las nuevas líneas de crédito flexible, sin condicionalidad, del FMI destinadas a los bien portados. Vaya usted a saber qué pensaron realmente de todo esto los vecinos brasileños o argentinos, cuando no los sudafricanos, pero no hay duda de que tendremos fandango financiero oficial por un rato, hasta que la buena conducta premiada revele rezongona la mala educación económica que subyace a esta nueva proeza de la nación predilecta de la morenita.
No se trata de desdeñar los dones dispuestos a nuestro favor por el redivivo Fondo Monetario Internacional, pero sí de ponerlos en la perspectiva adecuada. Como línea de protección contra los especuladores tempranos y poco avezados puede operar, y a la vez coadyuvar a hacer menos oneroso el rescate de las empresas grandes mexicanas endeudadas en dólares y apabulladas por vencimientos inminentes. Junto con el crédito del Tesoro estadunidense puede posponer el ajuste que parecía inminente e inclemente con unas cuentas externas peligrosamente deficitarias. Pero esta es apenas la sinopsis de una historia que no debería dar pábulo, como lo fueron otras en el pasado no tan lejano, a que el país quede maniatado no tanto por la deuda contraída sino por el fortalecimiento irracional de unas conductas y condicionalidades autoimpuestas que lo llevaron al destructivo estancamiento estabilizador del último cuarto de siglo.
La buena conducta que nos ha hecho ejemplares se resume en una estabilidad que se come con los días las capacidades productivas, humanas y físicas, institucionales y políticas, que se pudieron salvar de los desplomes de fin de siglo o que, incluso, pudieron emerger entre tanto y tan desbocado cambio en pos de una globalidad hoy evanescente. La medallita londinense debería servir en todo caso para replantear la estrategia de desarrollo y la revisión inmediata de la política anticrisis, no para reforzar dogmas y supuestas sabidurías convencionales en Los Pinos y Hacienda, que no ofrecen sino más de lo mismo, leído ahora triunfalistamente como la clave de nuestra excepcionalidad.
Para el secretario de Hacienda, México se ha probado como líder en todos los frentes abiertos por la crisis internacional: en política anticíclica, coordinación financiera, etcétera. Todo ello gracias a que sus “fundamentales” están a punto y la casa en orden (El Universal, 3/4/09). Pero si se lee bien su desempeño en materia de (de)crecimiento económico, (des)empleo, comercio internacional o finanzas públicas con déficit al alza, lo que más bien le espera al país es un examen a título de suficiencia, pero con sinodales distintos a los que hoy desde el Fondo Monetario Internacional vuelven a expedirle certificados más que dudosos.
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