La agenda de la visita del presidente Barack Obama a México había sido anunciada. Los funcionarios de su administración que habían estado aquí, los temas que enfatizaron, las medidas que anunciaron y los múltiples reportajes en los medios de comunicación, no dejaban lugar a duda: el motivo principal de la visita eran los problemas de seguridad en México y la posibilidad de que se extiendan al interior de Estados Unidos. La situación había producido inquietudes en el Congreso y en los gobiernos de estados fronterizos. No era casualidad que la secretaria de Seguridad Interna, Janet Napolitano, formase parte de la comitiva que acompañó al presidente Obama. Es ella, y no Hillary Clinton, la figura clave en el manejo de los problemas bilaterales que ahora se encuentran en el centro de atención. Por su parte, los altos funcionarios mexicanos encargados de la relación con Estados Unidos dedicaron, desde hace meses, gran parte de sus comentarios al tema del tráfico ilegal de armas, en particular las de alto calibre. El empeño en colocar ese tema como una preocupación sobresaliente de la lucha contra el narcotráfico en México logró dar a esa lucha un sesgo particular. Nuestros problemas vienen de allá, es el mensaje que se recibía, no somos “estado fallido” pero sí somos víctimas del comercio encabezado por los fabricantes de armas instalados a lo largo del lado estadunidense de la frontera. Las circunstancias anteriores explican el titular del reportaje aparecido en el Washington Post un día antes de la llegada del presidente de Estados Unidos a México (15/04). “Obama se prepara para platicar con México sobre narcotráfico”. Según el diario, el objetivo del viaje era dar una muestra de solidaridad al presidente Calderón en su lucha contra los cárteles de las drogas. La posibilidad de que la primera visita de Barack Obama a México girase exclusivamente en torno a los problemas de seguridad preocupó a más de uno. Reducir a ese tema una relación tan compleja como la existente entre México y Estados Unidos parecía un serio error. Por ello, fue refrescante que el discurso de bienvenida pronunciado por el presidente Felipe Calderón contuviera una visión más amplia de la relación, aludiera a los múltiples vínculos que nos unen, no sólo por la geografía sino por muchos otros motivos que hacen de Estados Unidos el país de mayor importancia para las relaciones exteriores de México. También fue refrescante escuchar a Barack Obama evocar en su discurso la fuerte presencia mexicana en la ciudad que se ha convertido en su hogar, Chicago, donde una tercera parte de la población es de origen mexicano. Se trata de un dato que ilustra bien la presencia tan fuerte de los mexicanos en la vida cotidiana de Estados Unidos y la densidad de los lazos sociales existentes entre los dos países. Seguramente el resultado de la breve estancia de Obama en México dejó satisfechos a los funcionarios de ambos países. Los de allá calmaron los ánimos y establecieron un indiscutible ambiente de cordialidad, los de aquí encontraron respuesta a su afán de obtener el reconocimiento de las responsabilidades que corresponden al principal consumidor de drogas y exportador de armas. Y todo ello sin evitar que se hablase de otras cosas, sin dejar fuera otros aspectos de la relación y logrando que en la historia de los encuentros presidenciales México-Estados Unidos éste pueda recordarse como un evento exitoso.Ese triunfo de la diplomacia no esconde el hecho de que el reportaje del Washington Post tenía razón. Los objetivos concretos de la visita están en el terreno de la seguridad. Los compromisos adquiridos, que pueden dejar huella, contemplan medidas para ese fin. Por ejemplo, el nombramiento de un secretario especial para asuntos fronterizos dentro del organigrama de la Secretaría de Seguridad Interna de Estados Unidos, el establecimiento de una oficina binacional para dar seguimiento a los resultados de las medidas tomadas bajo la Iniciativa Mérida, la puesta en marcha, por parte del gobierno de Estados Unidos, de mecanismos para que puedan ser decomisados y embargados bienes pertenecientes a miembros del crimen organizado como el cártel de Sinaloa, La Familia y Los Zetas, así como individuos que los protejan o contribuyan a sus actividades, el fortalecimiento, en general, de todas las actividades de cooperación en materia de seguridad, incluyendo fondos adicionales a los ya aprobados en el Congreso estadunidense. Las consecuencias se verán a medida que avanzan los planes conjuntos en la lucha contra el narcotráfico. Más que antes, la política de seguridad en México estará fuertemente dependiente de los esquemas, estilos, medios y objetivos que tengan en Estados Unidos. El fortalecimiento de las capacidades mexicanas en materia de infraestructura, de inteligencia y de eficiencia para incrementar la seguridad es deseable; ojalá se logre. Pero la posibilidad de revisar o repensar las estrategias que fijen los estadunidenses no parece viable. Mientras, quedan en el aire todas las buenas intenciones y preocupaciones que se escucharon en los discursos, pero no tienen asidero para materializarse, por ejemplo, elevar la competitividad económica de toda la región de América del Norte. Esto requeriría de instituciones y de proyectos que hoy no existen en ninguno de los países que conforman esa región. Hacerlos posibles implicaría una manera de pensar sobre esta parte del mundo, para fines de largo plazo, a la que los políticos mexicanos no están acostumbrados; a pesar de su imaginación y talento político, es poco probable que Obama lo esté. Por lo pronto, se trata, solamente, de temas de discurso; las acciones que vienen serán otras.
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