miércoles, 29 de octubre de 2008

NO Y TE ME BAJAS

DENISE DRESSER
Según un famoso chiste chihuahuense, cerca del pueblo de Sueco, los traileros de manzana recogen a quienes están pidiendo aventón en la carretera. De esa manera, un hombre logra subirse a un camión que pasa, sólo que al sentarse junto al chofer, éste le dice: “Está bien, te llevo, pero no me gusta que me contradigan”. El pasajero piensa en cómo entablar una conversación con el conductor, y de manera aprehensiva descarta hablar de política o religión, pensando que esos temas podrían contravenir a quien maneja. Finalmente, y después de pensarlo mucho y sin saber qué decir, con la esperanza de hablar sobre cualquier asunto sin provocar una controversia, musita “pues sí”. Entonces el chofer voltea colérico y le grita “Pues no, y te me bajas”.
Eso es exactamente lo que acaba de hacer Andrés Manuel López Obrador, al anunciar una movilización popular contra la reforma energética que —horas antes— había avalado. En lugar de festejar una victoria hábilmente ganada, insiste en negarla. En lugar de anunciar un triunfo astutamente logrado, se empeña en distanciarse de él. Sube al PRD al camión que conduce, sólo para bajarlo en el momento en el cual siente que su partido lo contradice. Ofrece llevar a la izquierda a un destino compartido, sólo para transitar por una ruta distinta en el último momento y por los peores motivos. Parecería que en este tema —al igual que en otros— a Andrés Manuel le gana la tripa. Le gana la animadversión hacia Felipe Calderón. Si el presidente dice “sí”, como lo ha hecho en el caso de la reforma energética, AMLO sólo puede decir “no”. Si el presidente avala una iniciativa, AMLO no tiene más remedio que denostarla. Y con ello revela, nuevamente, que está dispuesto a colocar su agenda personal por encima del destino tanto de su partido como del país.
Porque si no, resulta difícil entender por qué López Obrador toma la decisión de transformar un logro en un error. Por qué critica algo que él mismo había contribuido a construir. Si en el tema de la reforma petrolera había conseguido todo lo que quería. Había logrado frenar el albazo legislativo que la alianza PRI-PAN pretendía dar hace unos meses. Había ganado la consulta popular en la cual, la mayoría de la población que participó se opuso a la supuesta privatización del petróleo. Había convencido a la opinión pública de oponerse a la presencia de la iniciativa privada en las actividades de Pemex. Había logrado abrir un espacio inusitado de debate relativamente plural y abierto sobre el tipo de reforma que cada partido quería. Había logrado que Felipe Calderón anunciara la construcción de nuevas refinerías a cargo del Estado. En tema tras tema, AMLO había impuesto la agenda, definido los tiempos, marcado los límites de lo posible.
Y había obligado tanto al PAN como al PRI a recorrerse hacia la izquierda del espectro político. Los críticos de la iniciativa aprobada la califican de light, precisamente por todo aquello que ya no contiene. Por todo aquello que el Frente Amplio Progresista es capaz de eliminar. Por todo aquello que los priistas y los panistas se ven obligados a sacrificar. Por todo aquello que la movilización popular —tan criticada incluso por mí— logra parar. Los contratos de riesgo y las empresas filiales y la participación del sector privado en el transporte del petróleo y el involucramiento de terceros en la refinación. El FAP propone y Felipe Calderón dispone. Los senadores perredistas presentan sus propuestas y sus adversarios políticos las hacen suyas. Andrés Manuel deshuesa la propuesta presidencial y quien la cocinó celebra que lo haga.
Las motivaciones de Felipe Calderón son claras. La forma mata fondo. Lo posible mata lo deseable. Importa más el consenso con el que se aprueba la reforma que su contenido. Preocupa más cómo desactivar la movilización popular de López Obrador que cómo atender la caída dramática en la producción petrolera. Apremia más sentar a los moderados del PRD a la mesa que pelear por las iniciativas presidenciales presentadas allí. Importa más un proceso legislativo exitoso que un proceso reformista profundo. Y por ello Calderón interpreta la virtual eliminación de su iniciativa como un triunfo político. Parece dispuesto a sacrificar la eficiencia económica en nombre de la unidad política. Parece dispuesto a sustituir reformas de fondo por reformas consensuadas. Tal y como lo hizo con la reforma electoral, Calderón cede en temas claves con tal de lograr acuerdos tripartitas. Entrega las llaves del reino con la esperanza de que las adelitas enardecidas no lo vayan a sacar de allí.
Pero Andrés Manuel López Obrador no logra entender la dimensión de su victoria y cómo aprovecharla. No logra comprender la magnitud de su triunfo y cómo capitalizarlo. Este era el momento para cosechar aplausos, no para sembrar divisiones. Esta era la ocasión para regocijarse con el movimiento, no para confrontarlo con el partido. Esta era la coyuntura para inyectarle nuevos bríos a sus seguidores, no para confundirlos. La “consulta” al vapor de AMLO lo único que produce es una condena merecida por su falta de representatividad. La actuación de AMLO lo único que hace es darle más legitimidad a quienes critican al movimiento social y niegan su papel como acicate del cambio. La desesperación de AMLO lo único que produce —otra vez— es la caída del capital político que su partido había podido acumular. De nuevo deja a la intemperie a aquellos que creyeron en la posibilidad de proponer, participar, negociar, cambiar al país sin incendiarlo primero.
AMLO acaba como el conductor contrariado incapaz de aceptar una sola palabra que contradiga la suya. Aunque sea la palabra “sí”, aunque sea la palabra “consenso”, aunque sea la palabra “reforma”, aunque sea la palabra “negociación”, aunque sea la palabra “avance”. Porque a la luz de sus últimos posicionamientos, queda cada vez más claro que a Andrés Manuel no le interesa obtener triunfos para la izquierda, o asegurar avances para el Frente Amplio Progresista, o contribuir a la resurrección del PRD. Más bien quiere crear condiciones en las cuales pueda seguirse peleando con Felipe Calderón. Más bien anhela perpetuar la protesta, aunque ya haya ganado la batalla que la motivó. Se muestra incapaz de sacarle brillo a sus propios triunfos si tiene que reconocer los del presidente. Y esa mezquindad acarrea costos que él hoy no comprende pero quizás le pesarán en 2009, cuando el PRI gane lo que AMLO se empeña en perder. Basta recordar lo que le dice Barcas a su hijo Hannibal, el comandante de las tropas cartagenianas: “Sabes cómo ganar una victoria, pero no sabes cómo usarla”.

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