CÉSAR ASTUDILLO
Es evidente que la eliminación del fuero a los servidores públicos representa una de esas decisiones que gozan de amplio respaldo entre la ciudadanía y que resulta particularmente difícil no suscribir.
Sin embargo, hay al menos dos cosas que me preocupan al respecto. La primera de ellas deriva del inadecuado entendimiento de lo que es y significa el fuero. A ello ha contribuido que la clase política se haya encargado de ver en la figura una pócima mágica para la inobservancia de la ley y un salvoconducto para la impunidad, sin comprender que más que un privilegio que protege a personas determinadas, representa una garantía de la función pública y una salvaguarda de la autonomía e independencia de nuestras instituciones.
En efecto, tradicionalmente hemos entendido al fuero como aquél privilegio del que gozan los funcionarios federales y locales que impide su sometimiento a un proceso penal si antes la respectiva cámara de Diputados no ha otorgado la correspondiente autorización, la cual depende en muchas ocasiones, más de la conformación interior de los grupos políticos, que de la efectiva constatación de la evidencia que se les pone frente a sí.
La reforma, en un sutil manejo del lenguaje, mantiene el privilegio procesal de los servidores públicos, pero elimina la declaración de procedencia, es decir, el mecanismo para desaforar, como comúnmente se le conoce. Con ello, los servidores públicos deberán afrontar su eventual responsabilidad penal sin pasar previamente por el desafuero, sin que ello ponga en riesgo su libertad personal, aún y cuando el delito que se les impute sea catalogado como grave, lo cual, en una circunstancia normal no sería admisible para ningún ciudadano. Sólo si la sentencia resulta condenatoria, entonces el funcionario deberá ser separado del cargo y sometido a la pena impuesta judicialmente.
Lo apenas señalado evidencia que la deferencia hacia los personajes públicos se mantiene y que en contraste con los demás, gozarán de una presunción de inocencia reforzada y de un privilegio hacia su libertad personal que los ciudadanos no tenemos.
El tema no tendría mayor relevancia si no fuera por la circunstancia y el momento en el que se produce. En un contexto nacional en donde la institución presidencial ha fortalecido su autoridad a través de un compromiso político como el pacto por México; en un entorno en el que ha reforzado su liderazgo nacional al erigirse en el jefe político de alrededor de las dos terceras partes de los gobernadores del país; en un momento en el que ha reivindicado una posición clave dentro de la estructura del partido en el poder; y en el instante mismo en el que goza de un respaldo sin precedentes por el golpe de autoridad derivado
de la detención de la lideresa del SNTE, parece anticlimática la eliminación del fuero.
Es así porque contrario al proceder del Congreso, el empoderamiento del Ejecutivo federal y, hay que decirlo, de los ejecutivos estatales en proporciones semejantes, evidencia la inexorable necesidad de que el Estado afiance las garantías institucionales y los controles democráticos para contener, hoy más que nunca, cualquier exceso o desviación del poder. Lo que no es admisible es que precisamente en el momento de mayor apogeo de la autoridad presidencial se acometa al debilitamiento de los diques de contención que garantizan un ejercicio equilibrado y racional del poder.
La reforma, no obstante, al no eliminar la inmunidad procesal, mantiene la protección de las instituciones y sus servidores públicos, y eso es de suyo saludable; y al quitar el candado del desafuero termina por aproximar un poco más a los altos funcionarios del Estado con los ciudadanos, y eso ya es ganancia.
*El Universal 07-03-13
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