PEDRO SALAZAR UGARTE
Sería miope negar el interés que despiertan los asuntos de la iglesia católica en la opinión pública. En los días pasados asistimos —algunos resignados y otros entusiastas— a una exhibición de poderío mediático y simbólico indiscutibles. El cambio de mando en esa institución milenaria secuestró horas de transmisión radio-televisiva, ocupó las primeras páginas de medio mundo y colonizó las sobremesas de muchas familias. Para colmo, y por si no bastara, sirvió para que, en México, algunos políticos violaran la Constitución y, de paso, —pienso en Mancera— dieran la espalda a la Constitución. Nos empaparon, pues.
Así que vivimos una coyuntura inmejorable para reivindicar el valor y el sentido de la laicidad. No sólo de la separación entre el Estado y las iglesias —condición elemental y mínima de la modernidad democrática—, sino de una dimensión más profunda y —por desgracia más descuidada— que pertenece a la cultura. Cuando hablamos de cultura laica aludimos a un conjunto de principios que hacen a la democracia posible porque sientan las bases para la convivencia de la diversidad. Tolerancia, diálogo y respeto son la terna medular de ese proyecto cultural. No se trata de fórmulas vacías, sino de imperativos para el Estado y para las instituciones que crean y recrean los valores de una sociedad. De ahí que sea lamentable el privilegio político y mediático obsequiado al catolicismo en estos días. En estas cuestiones no vale el argumento de las mayorías —las estadísticas con las que se llenan la boca los cultores de la reconquista religiosa— porque se trata de una cuestión de derechos. La tolerancia, el diálogo y el respeto son condiciones de posibilidad para algunas libertades fundamentales y para el derecho a no ser discriminados por razones de creencias. Esto implica que, en la esfera pública, ninguna pertenencia religiosa constituya un privilegio; y no se trata solamente de una exigencia teórica, sino de un mandato constitucional. El artículo 40 de la Constitución establece que nuestra república, además de ser democrática, representativa y federal, es laica. Con ello se sanciona la separación institucional entre la esfera política y la esfera religiosa pero también se decreta un compromiso con la cultura laica. Esa disposición constituye un parámetro de interpretación para otras normas jurídicas y constituye un rasgo distintivo del Estado mexicano. Un rasgo del que solíamos estar orgullosos.
El 18 de marzo, en México, fue día de asueto porque el 21 se conmemora el natalicio de Benito Juárez. Celebramos al personaje pero sobre todo su herencia política, de la que destaca el proyecto secular. Al día siguiente, excepcionalmente, no hubo clases en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. La razón fue que el señor Bergoglio se convirtió en Papa. El contraste es significativo y tiene explicación jurídica porque, en este tema, la constitución argentina es muy diferente a la mexicana. Según establece en su artículo 2, el gobierno del país austral, “sostiene el culto católico, apostólico, romano”. Claro y contundente. Así que la presencia de Mauricio Macri —gobernante de Buenos Aires— y de Cristina Fernández en la fiesta de Bergoglio reposan en una norma confesional. Sustento del que —venturosamente— adolecen los viajes de Mancera y Peña Nieto.
El Presidente puede alegar —como hicieron otros mandatarios— que se trató de la toma de protesta de un jefe de Estado. Mancera, en cambio, no tiene cobertura. Tanto menos —y vale para ambos— porque participaron activamente en una ceremonia religiosa. Y que no digan que no había de otra. Ahí está el ejemplo del presidente Mujica. Cuando le preguntaron a su esposa —la legisladora Topolansky— por qué no acudieron al evento, respondió contundente: “Uruguay es un país absolutamente laico”. Y después agregó imprecisa: “En eso es diferente al resto de Latinoamérica”. En este punto, por desgracia, aunque nuestra Carta Magna la contradiga, nuestros gobernantes le dieron la razón.
*El Universal 29-03-13
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