SERGIO LÓPEZ AYLLÓN
Contrario a una opinión generalizada, el Congreso ha sido una institución muy activa durante las últimas décadas. En números gruesos, más de 25 % del total de reformas constitucionales desde 1917 y 46% de la legislación federal vigente ha sido resultado de su actividad desde 2000. Pero el reto que enfrentará durante los próximos meses y su impacto potencial para el futuro del país hace palidecer lo realizado hasta ahora. Ello obliga a reiterar la necesidad de reflexionar sobre sus capacidades institucionales para realizar tareas que son cruciales para la gobernanza y el crecimiento del país. El inicio del sexenio se ha caracterizado por la acción legislativa. Se aprobaron reformas constitucionales de gran calado en educación, telecomunicaciones y competencia y se propusieron otras, aún pendientes, en materia de corrupción y transparencia, que previsiblemente serán acordadas durante un periodo extraordinario en julio y que permitirán salir del paréntesis en que estamos. Se discute además una reforma financiera que modifica un número importante de leyes, a las que se sumarán aquéllas que implican las reformas en materia fiscal y de energía. En el horizonte se perfila también una nueva reforma política. Este conjunto de cambios está modificando la arquitectura institucional del Estado mexicano al menos dos dimensiones. La primera mediante la creación de nuevos órganos con autonomía constitucional que realizan funciones administrativas y que requerirán de mecanismos novedosos de operación y articulación con el resto de las instituciones, en particular la administración pública federal. La segunda por una nueva concepción del federalismo que otorga amplias facultades normativas a la Federación a través de la expedición de leyes generales que serán aplicadas por órganos locales. Este sería el caso de la legislación sobre anticorrupción o transparencia. Sobre las implicaciones de esta nueva condición poco se ha reflexionado. Importa destacar que las reformas constitucionales marcan apenas el inicio de complejos procesos de implementación que suponen, entre otros elementos, la aprobación de la legislación secundaria, de cuyo diseño depende en buena medida el éxito de los objetivos que las animaron. La Constitución marca la ruta, pero deja amplios márgenes de acción a la ley. Sólo como ejemplo, las reformas en materia de telecomunicaciones y competencia obligan a crear o modificar al menos una docena de leyes de alta dificultad técnica, numerosas alternativas y muchos intereses que necesitan articularse en un plazo limitado de escasos 180 días. El resto de las reformas, propuestas o ya aprobadas, implica también numerosos cambios legislativos. ¿Cuál es la capacidad institucional que tiene el Congreso para resolverlos? Durante años se ha insistido que carece de ellas. Con notables excepciones, la mayor parte de los legisladores no tienen experiencia legislativa o administrativa. Por ello, debe insistirse en la urgente necesidad de establecer la posibilidad de reelección inmediata de los diputados para profesionalizar la actividad legislativa. Junto con ello, se requiere crear y fortalecer las estructuras de apoyo técnico que permitan dar contenido sustantivo a la tarea legislativa. Hoy el Congreso no cuenta con recursos humanos calificados para lograr un buen diseño de la legislación, para realizar análisis de impacto regulatorio, estudios de costo/beneficio o simplemente proyecciones de impacto presupuestal. Se trata de informar analíticamente el debate legislativo para poder mejorar el diseño y los resultados de las leyes, contrarrestar el cabildeo que con frecuencia captura el ánimo de los legisladores y permitir una adecuada rendición de cuentas de las opciones que se toman desde el Congreso.
*El Universal 27-06-13
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