PEDRO SALAZAR UGARTE
Margarita Arellanes Cervantes nos exige respeto a quienes la criticamos y alega que tiene derecho a creer en un ser supremo y puede entregarle las llaves de la ciudad que gobierna a Jesucristo y, de paso, designar a esa divinidad en la que ella cree como la máxima autoridad en su jurisdicción. También reclama que "al momento de hablar de Dios hay quienes se escandalizan, pero cuando ven en cuestiones de violencia (...) ahí enmudecen" ("Milenio", 10/VI/13). No sé a quiénes se refiera, pero sí sé que se equivoca. El problema no es que Arellanes tenga una fe y la profese; el problema es que es alcaldesa de Monterrey y, por ello, ha violado las leyes mexicanas. Lo hace en su calidad de gobernante y a través un discurso discriminatorio. Por si no bastara descalifica a quienes la cuestionan y los califica de violentos. Vaya modelo de autoridad.
Los dichos de la alcaldesa panista se suman a los de otros alcaldes de su entidad y a los discursos y comunicaciones de algunos gobernantes priistas en las semanas recientes. Que si consagran su estado a una virgen, que si le manifiestan su fe al jerarca de una iglesia, que si le entregan su ciudad al Dios en el que confían. No sé si existe una conexión directa entre estos eventos, pero sí temo que existe un clima social y político que los permite, los favorece y, sobre todo, los perdona. Nuestro mal nacional endémico, la impunidad, emerge campante. Todo mundo voltea para otra parte y no hay autoridad dispuesta a aplicar la ley como es debido. La obsequiosidad de nuestros gobernantes hacia el poder religioso y el uso político de las creencias de la gente son, en verdad, lamentables.
Dice la Constitución sin medias tintas: "Queda prohibida toda discriminación motivada por (...) la religión..." (artículo. 1); "es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república laica" (artículo. 40). Luego remata la ley aplicable: "El Estado no podrá establecer ningún tipo de preferencia o privilegio a favor de religión alguna. Tampoco a favor o en contra de ninguna iglesia ni agrupación religiosa". (Art. 3) y, por si no bastara: "Las autoridades (...) no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público, ni a actividad que tenga motivos o propósitos similares" (artículo 25). Así que el problema no está en las creencias de la alcaldesa, sino en que violó las leyes del país. Ese hecho es grave en sí mismo, y lo es más porque se trata de una autoridad pública.
Pero hay algo más en el subsuelo de este despropósito que conviene sacar a flote: la cultura patrimonialista que ostenta la señora Arellanes. Ella fue electa por una parte de los ciudadanos para que administre temporalmente la urbe en la que viven y, sin más, tal vez porque piensa que sus creencias lo ameritan, le ofrece la ciudad al dios de sus afectos. ¿Por qué asume que Monterrey, siquiera simbólicamente, le pertenece?; ¿con qué derecho asume que sus conciudadanos piensan -como ella sostiene- que aquel gesto religioso beneficia a la ciudad? Para salvar las cosas alegó que hizo lo que hizo "a título personal". Como si cualquier ciudadano pudiera entregar las llaves de su ciudad a la persona, entidad o substancia de su preferencia.
La tolerancia es el principio práctico de la laicidad, dice Bovero. "Hay que ser respetuosos y tolerantes ante aquellas personas que tenemos o creemos en un ser supremo", pide la alcaldesa. Su pedimento distorsiona el sentido de la tesis. Ella es autoridad, representa al Estado, ejerce el poder, gobierna. Así que el imperativo de la tolerancia y de la no discriminación se dirigen, en primer lugar, a su despacho. La alcaldesa no está para ser tolerada, sino para rendir cuentas; su religión y su religiosidad son respetables, el uso político que hace de las mismas, no. A ella le toca garantizar la tolerancia vertical (desde el gobierno hacia las personas) y generar las condiciones para la tolerancia horizontal (entre los gobernados con creencias distintas). No es poco.
*El Universal 12-06-13
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