martes, 11 de junio de 2013

UNA ODIOSA COMPARACIÓN*

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ

El 30 de mayo pasado se publicó en el diario español El País un anuncio con el texto siguiente: “Los 83 Colegios de Abogados, a través del Congreso de la Abogacía Española, alertan de que la nueva Ley 1/2013, de 14 de mayo, de medidas para reforzar la protección de los deudores hipotecarios ha abierto un plazo de un mes, contado desde el 16 de mayo, para que todos los procesos de ejecución hipotecaria puedan ser revisados por si pudieran contener cláusulas abusivas. Este plazo no admite prórroga, por lo que una vez trascurrido ya no podrá formularse oposición”.

Lo primero que llamó mi atención del anuncio fue que desde las propias instituciones de la abogacía se hiciera un llamado a los deudores hipotecarios. Ello contrasta fuertemente con lo que acontece entre nosotros, donde no suele informarse a nadie de los efectos jurídicos de nada, sino que incluso se ocultan las consecuencias de los cambios. Pareciera que se busca mantener la idea de que el derecho es una variable ajena a lo social, que se despliega por sí misma, que tiene su propio sentido de afectación y que éste debe darse sin hacérselo saber a los que pudiera lastimar. 
Lo segundo que llamó mi atención del anuncio fue que la propia abogacía española lo hubiera ordenado. ¿Por qué razón —me pregunté— es el gremio que, con independencia de las posiciones de cada cual pueda llegar a tener en los futuros litigios concretos, informa de los peligros que acarrea una legislación? Los abogados son un segmento de la profesión jurídica que enfrenta a sus integrantes entre sí a efecto de hacer valer en un juicio los intereses de sus clientes. Si lo anterior es correcto, ¿qué les lleva a avisar a la totalidad de los afectados cuando, repito, pueden ser potenciales clientes y, con ello, causa de posibles enfrentamientos? 
La respuesta que me doy es relativamente sencilla: con independencia de las posiciones que cada cual pueda asumir, existe una institución a la cual se encomienda el cuidado del “orden de la abogacía”, del “orden litigioso” mismo. Lejos de asumir que el litigio es la continuación de la guerra por otros medios, se asume que éste es un campo reglado, conferido a profesionales, que debe ser cuidado por sus propios miembros. Éstos deben vigilar las prácticas que ahí se realicen a efecto de evitar que los participantes depreden su terreno de acción. Con ello se quiere prevenir la degradación del campo hasta llegar a un puro ejercicio de fuerza o incivilidad, o bien, la directa intervención estatal a efecto de controlar abusos y afectaciones sociales. 
Uno de los atributos característicos del Estado moderno es la concentración de la actividad judicial. Ésta, a su vez, se realiza por jueces profesionales a través de intervenciones de abogados también profesionales. Esto no es todo. Del lado de la población existe un derecho humano a participar en los procesos, no sólo porque ciertas consecuencias únicamente pueden imponérseles por resolución judicial, sino también porque deben tener la posibilidad amplia y eficiente de resolver sus conflictos personales y colectivos dentro de tales procesos. Con independencia de los niveles de realidad que entre nosotros pueda tener esta aspiración de la modernidad, lo cierto es que para el cabal funcionamiento del modelo es fundamental el papel de los abogados. En su complejidad, éstos no son un mero accidente frente al actuar de los jueces, ni la mera expresión de los intereses de los clientes. 
Los abogados son —por decirlo con esta metáfora— los encargados de poner en lenguaje técnico el modelo moderno de impartición de justicia, los más variados conflictos, temores, deseos o cualquier aspiración de la población individualizada. Sin un abogado no puede haber litigio y sin litigio no puede haber impartición de justicia. Así de simple. Sin embargo, habrá que agregar un elemento a esta conclusión preliminar: sin litigio no hay expresión racionalizada de conflictos sociales. Vistos así en conjunto los elementos conflicto-litigio-justicia, queda claro el papel del abogado. El actuar de aquél no se limita a representar el interés del cliente, sino que coadyuva de manera importante en la construcción y mantenimiento de una de las bases del Estado. 
Sin embargo y partiendo de lo anterior, ¿cómo se regulan las funciones de los abogados en los órdenes jurídicos modernos? En diversos países y bajo la idea de que se trata de una profesión liberal que no puede quedar sometida a intromisiones estatales, es el propio gremio el que genera sus formas de actuación y controla que sus integrantes actúen conforme a reglas. En otros, es el Estado el que lleva a cabo la tarea de vigilancia y disciplina. El caso nuestro no deja de ser paradójico: ni el gremio acaba de controlar su actividad, ni el Estado acaba de intervenir para evitar malas prácticas. ¿Qué hace el gremio? Poco más que mantener asociaciones de afiliación voluntaria para elevar la calidad de sus agremiados y vigilar hasta cierto punto su comportamiento. ¿Qué hace el Estado? Certificar de una vez y para siempre la capacidad de los egresados de alguna escuela de derecho para incorporarse a una actividad jurídica posible (entre ellas la abogacía). 
¿Cuándo podríamos ver entre nosotros un anuncio como el que transcribí al inicio de esta colaboración? Mi respuesta es que nunca, mientras prevalezcan las actuales condiciones de organización profesional. Bajo la idea de que se ejerce una actividad liberal, los abogados no aceptan la “intromisión” estatal; asimismo, con el pretexto de que todo cuanto acontece en el litigio les concierne, tampoco aceptan organizarse. Estamos viviendo una situación de estancamiento y ambigüedad que en nada beneficia ni a la profesión en su conjunto ni, mucho menos, a quien debe acudir a los tribunales ante la prohibición de hacerse justicia por propia mano. Suele decirse que las comparaciones son odiosas y suele ser verdad, sobre todo porque tienen el poder de mostrarnos lo que no estamos haciendo bien, o lo mucho que podríamos mejorar.

*El Universal 11-06-13

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