sábado, 27 de julio de 2013

CRUZADOS E INFIELES*

LORENZO CÓRDOVA VIANELLO

La recreación de la convivencia democrática tiene como premisa fundamental el valor de la tolerancia. Sólo a partir del reconocimiento y respeto de las diferencias ideológicas pueden coexistir pacíficamente individuos diversos. Ello supone el asumir que nadie es poseedor de verdades absolutas y que la pluralidad que caracteriza a las sociedades modernas implica no sólo que hay quienes piensan distinto, sino que ello es válido y legítimo. La perspectiva relativista, es decir, asumir que las propias ideas —que se vale justificar y defender pero nunca imponer— no son las únicas posibles ni las únicas válidas, es una premisa fundamental, regla básica para que el juego democrático pueda llevarse a cabo.
Parece obviedad, pero es de las condiciones democráticas más difíciles de asumir y muchas veces (casi siempre) olvidada.

En un contexto de pluralidad política, es natural que existan diversas causas y principios diferentes que, con frecuencia, están contrapuestos; el gran dilema en una democracia es que dicha contraposición no suponga la negación y descalificación, sin más, de las causas y principios que se oponen a los nuestros. Ese es uno de los primeros y más importantes desafíos que una sociedad democrática le impone a sus miembros: el tener que convivir, tolerar y respetar las creencias, ideas, convicciones y propuestas (por muy distintas, contrarias y hasta repulsivas que puedan parecernos) de los demás.

Existen, por supuesto, límites a la tolerancia democrática. La frontera de lo tolerable está fijada por el respeto a los derechos fundamentales de los demás y por cumplir con las reglas del juego democrático; todo lo que no traspase esas fronteras forma parte de lo que debe aceptarse y respetarse por todos.

Las grandes experiencias autoritarias siempre han partido de la descalificación, negación y persecución de quienes tienen ideas que se alejan del pensamiento hegemónico. La mentalidad absolutista (creencia en verdades absolutas —por supuesto las propias— que deben prevalecer sobre las demás) constituye la premisa sobre las que se fundan los gobiernos autocráticos. La división maniquea del mundo entre buenos y malos, creyentes e infieles, entre quienes piensan lo correcto y quienes viven en el error, entre el "nosotros" contra los "otros", es el abono del que se nutren los autoritarismos. No es casual que Carl Schmitt, cuya teoría terminó por alimentar la concepción política del nazismo, haya planteado que la "verdadera política" se articula en la ecuación amigo-enemigo (y que éste último sea al que hay que identificar, combatir y hasta eliminar).

Hay temas naturalmente polarizantes en el debate contemporáneo, marcado por demasiadas emergencias y crisis, que hacen florecer la tentación de distinguir a quienes tienen la razón de quienes no. Es la manera sencilla, simplona (y muy atractiva) de resolver muchos de los complejos dilemas que viven las democracias de nuestros días.

Dividir el mundo entre quienes se asumen como modernos cruzados que luchan por las causas justas, buenas y necesarias, por un lado, y los infieles, los corruptos que viven en el error, perversos y egoístas que sólo persiguen sus oscuros intereses, por el otro, suele ser la salida fácil, la más cómoda, para enfrentar los dilemas que hoy enfrentamos.

La democracia, sin embargo, no es una forma de gobierno fácil ni sencilla. Supone muchas veces ser impermeables a las soluciones ligeras y le impone a sus miembros muchas responsabilidades y obligaciones. Una de ellas, en particular, es la de ser refractarios al discurso simplón de los cruzados y los infieles, los buenos y los malos, y asumir que en democracia las ideas (todas) se justifican mediante la discusión y los argumentos, que las diferencias son válidas y deben respetarse y que pensar distinto no significa siempre pensar contrario (que no hay blancos y negros, sino grises y matices).

No hacerlo es alimentar las pulsiones autoritarias de nuestras sociedades, que son muchas. Una nota final para los modernos cruzados: varias de aquellas misiones militares en nombre de Dios terminaron siendo algunos de los peores saqueos de la historia.

*El Universal 26-07-13

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