lunes, 15 de julio de 2013

¿INSTITUTO Y TRIBUNAL NACIONAL DE ELECCIONES?*

CÉSAR ASTUDILLO

En 1946 se tomó una decisión fundamental para la forma de organizar las elecciones en México, al dejar que cada ámbito de gobierno se hiciera cargo de llevar a cabo sus propios comicios. La gestión de las elecciones por instituciones federales y estatales obtuvo su configuración definitiva en 1996, cuando se incorporaron bases constitucionales de observancia obligatoria para todas las leyes en materia electoral.

En 2007 se produjo una inicial oleada de reclamos de los partidos políticos hacia las instituciones electorales de los estados. Se argumentaba desde entonces su notoria cooptación por parte de los gobernadores y que su presencia sólo ha duplicado una burocracia que ha venido a acrecentar el costo de las elecciones. Más de cinco años después, al calor de las elecciones de 2012 y de las 14 que acaban de discurrir, la exigencia se ha visto notablemente redimensionada al grado de que hoy día el Pacto por México incorpora la propuesta de crear un nuevo órgano electoral de alcance nacional, erigido sobre la estructura del IFE, que organice los comicios en todo el país, lo que en lógica acarrearía la conversión del TEPJF en un tribunal nacional, con la consecuente desaparición de los tribunales electorales de los estados.

Es evidente que existen instituciones electorales en donde la injerencia gubernamental está presente. Pero no se puede generalizar. No son todas, ni lo están en igual magnitud. Sin embargo, el discurso político es homogéneo, sin matizar ni hacer las distinciones necesarias

Estoy persuadido de que el diagnóstico es errado y, consecuentemente, de que la solución propuesta es incongruente e ineficaz. En efecto, baste echar un vistazo a la dinámica institucional de los estados para advertir la debilidad estructural en que se encuentran los congresos estatales, los poderes judiciales y los órganos constitucionales autónomos, y constatar su ineficacia para desplegar la función para la que han sido concebidos: desconcentrar el poder, balancearlo y ejercer controles efectivos frente al Ejecutivo. Si esto es verdad, no estamos ante un problema que se circunscriba específicamente a lo electoral, sino ante un fenómeno que se expande a todo el arreglo institucional.

En efecto, el verdadero problema estriba en que la transición democrática al interior de las entidades federativas sigue siendo uno de los grandes pendientes de nuestra evolución política. Si bien el pluralismo que hoy tenemos se gestó desde la periferia, el avance quedo abruptamente detenido. La alternancia del año 2000 no fue capaz de sustituir la directriz política que tenía en el presidente de la república al principal contralor de los gobernantes, y de reemplazarla por un efectivo principio jurídico que ensamblara un abigarrado conjunto de controles a aquellos personajes que, dada su repentina carencia de patronazgo político, se erigieron en grandes señores feudales de sus territorios.

A nadie se le ocurriría sostener que dado que todas las instituciones padecen el mismo problema hay que proceder a su desaparición. La solución no debe pasar por visiones cortoplacistas o parciales. La salida no está en extinguir, sino en fortalecer a las instituciones, principalmente aquellas que interesan en mayor medida a los gobernadores, como son las instituciones electorales, desde donde pretenden influir en su sucesión, las auditorías superiores, a través de las cuales buscan sanear las cuentas públicas y los órganos de transparencia, desde donde buscan obstaculizar el acceso a la información de su gestión pública.

Visto lo anterior, si en verdad queremos aportar una solución eficaz al problema electoral o a las falencias que presentan las demás instituciones estatales, debemos empezar por lo fundamental, repensando de raíz un sistema de controles efectivos al interior de las entidades federativas. Sólo enseguida será válido replantear los problemas técnicos, económicos y operativos que traería consigo la propuesta de crear instituciones electorales nacionales y sólo entonces estaremos en aptitud de subrayar las garantías institucionales, personales, económicas y técnicas que inyectarían nueva vitalidad a la función electoral de los estados y que inexorablemente pasan por una reforma de los artículos 116 y 122 constitucionales.

*El Universal 15-07-13

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