martes, 6 de agosto de 2013

POLÍTICA MISERICORDIOSA*

DIEGO VALADÉS

Cincuenta y tres millones de pobres, de los cuales once y medio lo son en grado extremo, equivalen respectivamente al 45.5 y al 9.8% de la población nacional. El número de pobres actuales excede al total de los habitantes del país en 1973.

Además de nuestros indicadores de pobreza, el Reporte de Desarrollo Humano de la ONU, dado a conocer en marzo, señala que México figura en lugar 61. En contraste, México es la 14ª economía mundial, abajo de España y de Australia y arriba de Corea del Sur. De los 13 países que nos superan en riqueza, sólo Brasil y China aparecen después de México en materia de desarrollo humano; en cambio hay 47 países más pobres pero donde la mayoría vive mejor que aquí.

Las deficiencias derivadas de la política fiscal están a la vista. Según los datos del Banco Mundial, el coeficiente de Gini de México, antes de impuestos y transferencias, es de .494, seguido por Holanda con el .426. Empero, después de impuestos y transferencias, México apenas avanza a .476, mientras que Holanda sube hasta .294. Hay que recordar que, conforme a este indicador, entre más cerca se está del cero, mejor es la distribución de la renta.

Es obvio que el régimen pluvial y el sistema orográfico están fuera de nuestra voluntad, pero el régimen político y el sistema social sí son de nuestra responsabilidad. El tamaño de la pobreza depende de la decisión de los dirigentes, no de los accidentes de la naturaleza ni de los caprichos del clima. Por eso existen decenas de países más pobres que México pero con niveles de bienestar superiores.

Para atenuar los efectos de la pobreza en México se optó por la filantropía pública. Algunos recursos fiscales se aplican para mitigar el hambre y el desamparo de más de 50 millones de seres humanos. Es una estrategia que durante un tiempo fue funcional para amortiguar los efectos de la marginación social, pero también sirvió para eludir la redistribución de la renta nacional, para transferir recursos públicos a empresas privadas y para facilitar las acciones clientelares del gobierno. Sin embargo, los efectos de la dadivosidad tienen límites. Como paliativo, pasa; como única política social, basta.

Antes de que se adoptaran las actuales estrategias, el Estado mexicano había practicado otra, de matriz intervencionista: la inversión pública a través de fideicomisos y de empresas con subsidio público. Allí donde se deseaba combatir la pobreza, llegaba el Estado a instalar tortillerías, empacadoras, hoteles, talleres y fábricas. En el contexto de un sistema hegemónico, sin controles políticos ni medios de comunicación independientes, esa expansión generó paternalismo, concentración del poder y corrupción.

Cuando se hizo inevitable atajar tales distorsiones no se cambió de régimen, sólo se revocó aquella línea de acción. La astringencia económica de los años ochenta redujo en forma drástica los organismos subsidiados, al tiempo que la crisis económica produjo desempleo y pobreza. Esto obligó a que en los noventa se adoptaran medidas de contención de otro estilo: la política misericordiosa. La dádiva resultó funcional para los objetivos clientelares del Estado de manera que, a lo Lampedusa, todo cambió para que pudiera seguir igual.

En condiciones de hegemonía política el Estado intervencionista y el Estado limosnero se parecen en que el poder utiliza recursos de manera discrecional, forma clientelas y alienta la corrupción. El fracaso del intervencionismo no obedeció a la creación de empleos sino a la falta de controles democráticos para evitar sus desvíos. El mundo democrático registra muchos casos exitosos de inversión pública para combatir la pobreza. Los más conspicuos son el New Deal y el Plan Marshall.

Cincuenta y tres millones de pobres nos están gritando que la sola munificencia pública es un fracaso. Este modelo es un vestigio anacrónico del poder hegemónico, incompatible con un sistema democrático. No es fácil identificar al inventor de estas políticas, pero hace más de 2 mil años la Ley Frumentaria de Graco dispuso la ministración gratuita de granos a la población romana, y en el último siglo de la República se generalizó la práctica de que los cónsules y los candidatos a esos cargos regalaran dinero y alimentos. Juvenal caracterizó este fenómeno con su célebre frase panem et circens (pan y circo).

El esquema vigente en México está agotado. Millones de pobres lo sufren. Ahora es necesario construir los instrumentos propios de la democracia para que el Estado atienda sus obligaciones de auxiliar a la población, pero ya no como a manera de una graciosa merced gubernamental, sino como un programa aprobado y vigilado por el Congreso que incluya mecanismos redistributivos. Claro, el sistema representativo también debe ser reformado.

Padecemos una pobreza a la medida de nuestra caduquez institucional. El problema no es que desconozcamos los remedios, sino que ignoremos cuándo y quiénes se decidirán a aplicarlos.

*Reforma 07-08-13

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