PEDRO SALAZAR UGARTE
Caminas por la calle un domingo cualquiera. Paseas tranquilo por tu barrio, pensando en la semana que está por comenzar. Y de repente, de la nada, te rodea un escuadrón de hombres de negro, armados hasta los dientes. Cuando te percatas ya has sido derrumbado, maniatado y estás en el asiento trasero de un auto con torreta. Alguien te susurra que ya te cayeron encima; que pagarás por las que debes. Tú estás ahí, incrédulo y aterrado, sin entender qué está pasando, quiénes son, qué quieren. Los vecinos especulan sorprendidos: lo secuestraron dicen tus amigos; algo habrá hecho —porque eran judiciales— susurran tus enemigos. En la noche, por la televisión, sabrán que se sospecha que estás involucrado en la delincuencia organizada y que, por ello, serás arraigado.
Durante los siguientes ochenta días —casi tres meses de tu vida— estarás encerrado en un hotel de mala muerte, rodeado de policías y sin saber nada de tu situación legal. Una pinza entre el ministerio público y la autoridad judicial se ha cerrado sobre ti y te ha privado de la libertad sin que se te haya acusado de nada y, por lo mismo, sin que puedas defenderte. Caíste en el hoyo negro de un sistema penal autoritario. Porque el arraigo es un secuestro institucional y legalizado. ¿De qué otra manera caracterizar a la detención arbitraria y por la fuerza de una persona sin que se le formalice una acusación ni se inicie un proceso judicial en su contra? Se te priva de la libertad para —supuestamente— investigarte.
La Constitución mexicana, en su artículo 16, lo permite. En 2008, la crisis de seguridad y la emergencia suscitada por la violencia facilitaron la aprobación de esta figura que proviene del derecho penal del enemigo. Ello, paradójicamente, en un artículo destinado a brindarnos garantías contra el poder punitivo del Estado. Y la paradoja es todavía mayor porque esa norma se constitucionalizó al mismo tiempo que los principios y las bases para reformar al sistema penal en clave garantista. Así que, desde entonces, esa medida cautelar autoritaria convive en la constitución con la presunción de inocencia, la oralidad y la publicidad. Se trata de una contradicción mayúscula. Todo un caso de esquizofrenia constitucional.
Durante el sexenio de Calderón la veta autoritaria dominó a la veta garantista. Por eso los arraigos fueron noticia cotidiana. Ante la incapacidad del ministerio público para realizar investigaciones que sirvieran de base para la detención de los presuntos delincuentes, el gobierno arraigó a miles de personas; muchas de ellas inocentes. Por eso, desde 2010, el Comité de Derechos Humanos de la ONU conminó al estado mexicano a eliminar la figura del arraigo.
El gobierno ignoró la petición de la misma manera en la que desdeñó las solicitudes de la CNDH en el mismo sentido. De hecho, durante la administración anterior se estancó la implementación de la reforma al sistema de justicia penal en clave garantista. La lógica del calderonismo era incompatible con esa reforma que sigue dormida en el plano federal.
De ahí que sea alentadora la declaración de Murillo Karam en contra del arraigo. Todo indica que el procurador ha calibrado la ecuación: la procuración de justicia de un Estado Constitucional no es compatible con esa clase de medidas cautelares. Por eso, el procurador, sostuvo que, si la profesionalización impera, el arraigo debe desecharse. Se dice fácil pero el reto es mayúsculo. Para lograrlo deben cambiar las instituciones, las prácticas y la mentalidad de todo un sistema en el que incubó la lógica de la mano dura. Pero la apuesta vale la pena y Murillo merece un voto de confianza. Para esta clase de transformaciones hace falta acompañamiento ciudadano. Ello nos exige pensar distinto. Por ejemplo, debemos comprender que la ruta que conduce a la paz es la de los derechos, no la de los arraigos. Y eso no es sencillo cuando el miedo flota en el ambiente. Pero con el miedo no se va a ningún lado.
*El Universal 15-12-12
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