JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
El artículo 5° constitucional garantiza la libertad de trabajo a todos los habitantes de nuestro país. Jurídicamente, ello significa que cada cual puede dedicarse a la actividad lícita que desee, sin que nadie le pueda imponer forma alguna de trabajo, ni condiciones distintas a las previstas por el derecho. Se trata, en realidad, de una manera de impedir que el Estado intervenga en la elección o el desarrollo laboral más allá del establecimiento de ciertas condiciones mínimas de prestación.
Sin embargo, existe un tipo de trabajo al que la Constitución le asigna diferente regulación: no ya la mera abstención o, al menos, la mínima intervención estatal sino, por el contrario, mediante una fuerte determinación de sus posibilidades y alcances. Me refiero, desde luego, a las actividades que para su ejercicio requieren título profesional.
El propio artículo 5° de la Constitución confiere competencia a las autoridades federales y locales para determinar qué actividades serán consideradas “profesionales” y, en consecuencia, requerirán título, así como las condiciones exigidas para su otorgamiento y las autoridades facultadas para hacerlo. Las diferencias de tratamiento jurídico entre la libertad de trabajo y la regulación profesional saltan a la vista. En el primer caso se garantiza la licitud de la actividad; en el segundo, contar con una autorización del Estado mexicano en la forma del “título profesional”.
En el primer caso estoy ante una restricción prácticamente total al Estado con miras a que cada cual haga lo que mejor le acomode; en el otro, ante el ejercicio cierto y dirigido para certificar que una persona cuenta con capacidades específicas para desempeñar cierto tipo de actividades. ¿Qué explica diferencias tan importantes? Que en las sociedades modernas se ha considerado que el tratamiento de cierto tipo de situaciones humanas o naturales debe realizarse sólo por quien cuente con un determinado tipo de conocimientos; más aún, que el tipo de conocimientos requeridos deben enseñarse y certificarse por instituciones educativas de cierto nivel y capacidad, pues sólo así es posible garantizar su especificidad y, lo que es verdaderamente importante, el que sólo a ciertos sujetos calificados se les permita actuar en situaciones humanas o naturales consideradas importantes.
Definida así la situación actual, cabe preguntarnos si el modelo constitucional en vigor es suficiente para lograr lo que con él se quiere garantizar. Se trata de saber si el actual modelo de acreditación profesional permite, por un lado, que el sujeto cuente con los conocimientos necesarios para su eficaz desempeño y, por otro, que la sociedad cuente con la seguridad de que quien actúa como “profesional” es tal en el momento en que lo hace. La respuesta parece ser, desafortunadamente, negativa, al menos en un número muy amplio de aspectos. Por una parte, la amplísima concesión a los particulares para que puedan expedir los títulos universitarios y, por lo mismo, certificar que sus egresados sean profesionales competentes no parece haber sido la mejor opción. Hoy hay muchos profesionales, pero pocas posibilidades de evaluar su capacidad.
Por otra parte, la ampliación de las posibilidades de expedición de títulos no se ha acompañado de ninguna acción de certificación de conocimientos. Por ello, quien sale a la vida profesional no tiene necesidad alguna de acreditar la actualización de sus competencias ni el mantenimiento de su aptitud profesional. Una vez titulado, por siempre será profesionista.
Para ser fieles a la lógica general que distingue entre la libertad para trabajar y la obtención de un título reconocido para desempeñar ciertas actividades socialmente relevantes, se hace preciso realizar algunos cambios en nuestro orden jurídico. Por una parte y como lo apuntamos en la colaboración anterior (16/IV/2013), es preciso revisar los reconocimientos de validez oficial de estudios (REVOE) otorgados y desde luego, imponer un sistema más riguroso para su concesión.
Además, es necesario establecer los mecanismos para medir los conocimientos de quienes obtengan un título profesional para que puedan incorporarse a la práctica laboral. El título, entonces, vendría a ser un elemento de capital importancia pero no el único medio de acreditación de las competencias profesionales requeridas. También se hace necesario encontrar la manera de someter a los profesionales a un sistema periódico de acreditamiento de conocimientos y aptitudes, muy posiblemente por la vía de certificaciones. Las acciones que acabo de apuntar son fines a alcanzar para vertebrar a nuestra sociedad. El medio para lograrlo es, además de la vigilancia estricta al sistema del REVOE, el establecimiento de la colegiación obligatoria de los diversos profesionales del país o, al menos, de aquellos que deban actuar en campos especialmente complejos o de gran afectación social. La colegiación no es, desde mi punto de vista, un fin en sí mismo, sino el medio para elevar las calidades profesionales en tanto instrumentos para determinar la calidad competencial y la actualización.
*El Universal 30-04-13
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