JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
Uno de los dilemas más importantes de toda sociedad es la determinación de qué conductas habrá de considerar como delictivas y qué tipo de sanciones habrá de aplicarles. Si la solución adoptada es la pena privativa de la libertad, el dilema radica en saber las condiciones de la privación, sus modalidades de realización y su finalidad. Evidentemente, no a todo delincuente se le somete a prisión y no a todos los delincuentes se les imponen idénticas condiciones penitenciarias. Sin embargo, respecto de todos ellos debe buscarse alcanzar un mismo objetivo: su reinserción a la sociedad.
Las condiciones acabadas de apuntar se han establecido en nuestra Constitución, de manera que no existen mayores discusiones sobre el sentido y alcance de la prisión. En el texto originario de 1917 se dispuso que la prisión preventiva (durante el proceso penal) sólo podría darse por delitos que merecieran pena corporal; que debería ser distinto el lugar en el que se diera ésta y aquél en que se extinguieran las penas derivadas de una sentencia; y que la Federación y los estados deberían organizar sus sistemas penales sobre la base del trabajo como medio de “regeneración”. El artículo 18 constitucional se reformó en 1965, 1977 y 2001, pero es hasta 2008 que, con motivo de la reforma que introdujo el sistema oral-acusatorio, adquirió su actual redacción. A partir de este año, complementado con la reforma constitucional de 2011, se estableció que el sistema penitenciario nacional (federal y local) debe organizarse sobre la base del respeto de los derechos humanos, del trabajo, la capacitación para éste, la educación, la salud y el deporte “como medios para lograr la reinserción del sentenciado a la sociedad y procurar que no vuelva a delinquir”. Además, se reiteró que los sentenciados podrán compurgar sus penas en los centros penitenciarios más cercanos a su domicilio “a fin de propiciar su reintegración a la comunidad como forma de reinserción social”. Como se aprecia, el actual artículo 18 constitucional prevé un complejo y completo sistema encaminado a lograr que las personas privadas de su libertad logren reinsertase a la sociedad, lo que es muy distinto a una mera liberación por extinción del plazo de la pena de prisión.
La importancia de los contenidos constitucionales acabados de mencionar es enorme, y frente a ellos suelen hacerse consideraciones que van desde la negación de lo que se estiman “privilegios” para quienes han delinquido, hasta la subordinación de las prestaciones que los presos debieran recibir con respecto a otras, tales como la educación o la salud de todos. El problema de estas consideraciones es que dejan de lado un aspecto importante: los derechos de las personas privadas de libertad son derechos humanos reconocidos constitucionalmente y, por ese sólo hecho, su cumplimiento no es discrecional. Ello significa, en primer lugar, que la totalidad de las autoridades públicas deben realizar las acciones necesarias para insertar en las leyes las posibilidades de cumplir con lo dispuesto en la Constitución e, igualmente importante, llevar a cabo las acciones concretas para cumplimentar materialmente esas normas. Frente a estas obligaciones constitucionales, cabe preguntarnos cómo andamos en el país en cuanto a su cumplimiento y qué problemas podemos vislumbrar para los próximos años.
De acuerdo con el estudio hecho por la Auditoria Superior de la Federación con motivo de la revisión de la Cuenta Pública del 2011, el sistema penitenciario nacional tenía las siguientes características: 418 centros penitenciarios, 406 locales y 12 federales; 170 mil 72 espacios de internación en los centros estatales y 17 mil 680 en los federales; y 183 mil 127 personas internadas en los locales y 88 mil 976 en los federales. La mera resta entre el segundo y el último rubro arroja una sobrepoblación de 13 mil 55 y 71 mil 296, respectivamente. Las magnitudes son tan grandes que explican muchos de los problemas existentes en nuestro sistema penitenciario, como lo ha puesto de manifiesto la CNDH en el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria, que realiza desde 2006. Sin embargo, esas cifras no explican todos los problemas del sistema.
Una cosa es la sobrepoblación y sus efectos, y otra la falta de cumplimiento de las obligaciones constitucionales ya referidas. A juicio de la CNDH, los promedios nacionales de garantía de la integridad de los detenidos es de 6.35%; de estancia digna 6.73%; 5.84% en cuanto a las condiciones de gobernabilidad de los centros; y 6.86% en las condiciones de reinserción social del detenido. A su vez, la Auditoria estableció su informe de 2011 que el nivel de satisfacción de la obligación de realizar actividades laborales y educativas era de 14.2%; de 0.4% en materia de salud; y de 10.1% en deporte. Además, el propio diagnóstico de la CNDH evidencia empíricamente que la mera entrada en vigor del sistema acusatorio no necesariamente ha tenido un impacto favorable en las condiciones carcelarias, pues algunos estados que lo han implementado han disminuido su calificación (Chihuahua, Estado de México, Nuevo León y Zacatecas).
Estas cifras muestran con claridad los bajísimos niveles de cumplimiento de los derechos constitucionales de los presos y permiten vislumbrar la grave situación institucional del sistema penitenciario nacional. Para decirlo en la ambigua expresión al uso: en el país no existe una política pública integral en materia penitenciaria. Ello de suyo es grave, pero lo es más cuando aquella es exigible constitucionalmente y existen los medios también constitucionales para lograr su cumplimiento. Sería bueno que las autoridades legislativas, ejecutivas y administrativas del país previeran y resolvieran las obligaciones que la Constitución les impone en materia penitenciaria. De no ser así, en el futuro no debieran extrañarse al ver sometida su acción de gobierno a lo determinado por resoluciones judiciales.
*El Universal 02-04-13
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