viernes, 19 de diciembre de 2008

DEMASIADOS PENDIENTES

JOSÉ WOLDENBERG

México logró, contra muchos pronósticos, que la diversidad política coexistiera en las instituciones estatales. Después de largos años de monopartidismo fáctico y gracias a movilizaciones y conflictos recurrentes, se llevaron a cabo las reformas normativas e institucionales que permiten hoy la presencia del pluralismo político tanto en las esferas de gobierno como en los espacios legislativos. Se trató de un proceso tenso, complicado, pero venturoso porque sintonizó de mejor manera a los circuitos estatales con una sociedad abigarrada y diversa.Cualquiera que compare el mundo de la política de hoy y el de hace 20 años notará las diferencias. Asentamiento de la diversidad, mayores grados de libertad, contrapesos en las instituciones estatales, coexistencia de la pluralidad, Ejecutivo acotado, federalismo primitivo, mayor rendición de cuentas y súmele usted. No se necesita insistir demasiado porque se trata de realidades visibles y en acción.No obstante, ese proceso democratizador se encuentra erosionado, desgastado, porque en muchos otros terrenos de la vida social las realidades son más negras. El tránsito democratizador ha sido acompañado por un crecimiento deficiente de la economía, por una persistente desigualdad social y los fenómenos de exclusión aunados a ella, por el incremento notorio de la delincuencia, por la reproducción de mundos paralelos que escinden a los ciudadanos, por un frágil y contrahecho Estado de Derecho, por una vida pública estridente e inteligible, y en suma (como insiste la Cepal) por una escasa cohesión social.Nada de lo anterior es una novedad. Pero si deseamos que nuestra incipiente democracia no acabe por deteriorarse más, es necesario subrayar que sólo podrá reproducirse medianamente si le salimos al paso a esas realidades que la carcomen y le restan el aprecio de franjas importantes de ciudadanos.Organismos internacionales, gobiernos, partidos, académicos ponen el acento en la posibilidad de que lo que fue motivo de esperanza se convierta en fórmula de desencanto. Luego de trágicas dictaduras militares y de la persistencia de gobiernos autoritarios (como el nuestro), el horizonte democrático en América Latina pareció concitar las más amplias adhesiones. Izquierdas y derechas convergieron en esa apuesta y millones de ciudadanos se sumaron a esos esfuerzos. No obstante, concluido aquel primer ciclo, el entusiasmo por la democracia parece enfriarse.Cierto que no existe un modelo alternativo que cuente con suficiente apoyo social, pero el desencanto con la democracia (sería mejor decir con sus instrumentos: los partidos, los políticos, los parlamentos) aparece en todos los ámbitos: En las escuelas y los centros de trabajo, en los medios y en las mesas de los amigos, y por supuesto es recogido por las encuestas. Una y otra vez la gran ilusión aparece defraudada.Ello tiene que ver con la sobreventa de expectativas que se desataron durante los periodos transicionales, pero ése es un débil consuelo analítico. Lo cierto es que no sólo se ofertó que la democracia permite la convivencia de la diversidad política, que construye candados para acotar los poderes constitucionales y que potencia los márgenes de libertad, sino se le pensó como una terminal de ferrocarril en la que al arribar se encontraría una sociedad reconciliada consigo misma.El problema de fondo es que el desaliento no sólo es fruto de las perspectivas desbordadas sino de las realidades existentes. Es ésta la fuente fundamental de los abatidos humores públicos, del coraje contra la política, del desprecio masivo a todo aquello que huela a partidos y órganos de representación. No son buenas noticias por supuesto. Pero preocupan más por la inercia autorreferencial en la que se reproduce la política nacional. Como si de nuevo los puentes entre representados y representantes pudieran ser dinamitados sin consecuencias graves para unos y otros.El nuevo horizonte de la política no puede desentenderse de los fenómenos que carcomen la convivencia en común. Y por ello, frente a la crisis que ya es presente, la inercia no puede seguir gobernando.Un futuro inmediato de crecimiento cero supone más trabajo informal y menos oportunidades laborales en el universo de la formalidad, y en conjunto más pobreza en un mundo marcado por la ancestral desigualdad. Ese “rasgo estructural” de la sociedad mexicana es el que se tiene que empezar a remontar si es que aspiramos a vivir en un hábitat incluyente, equilibrado, justo.Es un tema de ayer (de siempre), pero que hoy, quizá por primera vez en nuestra historia, tiene que ser asumido en un contexto de coexistencia de la pluralidad en el entramado estatal. Porque el reto mayor de la naciente democracia mexicana es que tiene que reproducirse en un ambiente adverso, cargado de malos presagios y pésimos humores. Y para hacerla sustentable se requiere de un piso común, de un horizonte compartido, que no puede (debe) ser otro que el de la forja de una ciudadanía digna de tal nombre (capaz de apropiarse y ejercer sus derechos), para lo cual un piso básico de condiciones materiales de vida y de satisfactores culturales (uno de los más importantes la educación) parece imprescindible.Si la democratización del País fue posible -queriendo o a regañadientes- gracias a los esfuerzos conjuntos de gobiernos y oposiciones, y en los que coadyuvaron organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación, académicos e intelectuales, etcétera; hoy se requiere un esfuerzo similar para edificar una casa común que logre trascender el archipiélago de clases, grupos, tribus y pandillas en el que se está convirtiendo el País.

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