lunes, 1 de diciembre de 2008

LAS PIEDRAS DE LA JUSTICIA ELECTORAL

PEDRO SALAZAR UGARTE

La Sala Superior del Tribunal Electoral tiene facultades muy poderosas que está aprendiendo a utilizar. El Tribunal a veces sorprende con decisiones osadas y garantistas (ampliar los derechos de los militantes de los partidos, por ejemplo, en materia de transparencia); en otras, desconcierta con interpretaciones insospechadas (un artículo constitucional, el 38 párrafo II, contradice tratados internacionales y, por lo tanto, no debe aplicarse); en ocasiones, regaña al IFE gratuitamente y le ordena rehacer la tarea (“la investigación no es exhaustiva, la fundamentación es deficiente, la motivación no es satisfactoria…”); en ciertos casos apantalla por su firmeza intransigente (confirmación de sanciones al PRD y al PAN por los plantones y anuncios del CCE en el 2006) y, en otros, preocupa por timorato (por ejemplo, cuando interpreta que al IFE y al propio Tribunal sólo les corresponde intervenir cuando los servidores públicos promuevan su imagen con fines electorales; lo que supone una interpretación sumamente restrictiva de la prohibición que establece el artículo 134 constitucional). Total, que cada vez es más difícil prever cuál será el sentido de sus decisiones porque, en lugar de construir criterios y estándares de interpretación, va resolviendo caso por caso con una lógica que se parece mucho al popular “según el sapo, la pedrada”.
La decisión por la que validó la elección interna del PRD y confirmó el triunfo en ese desaseado proceso de Jesús Ortega es un buen ejemplo de lo complicado que está resultando “leer al Tribunal Electoral”. Anclados en una lectura estricta de una disposición estatutaria —la nulidad procede si se anulan el 20% de las casillas y ello es determinante para el resultado de la elección—, los magistrados ignoraron que la votación de marzo de 2008 había sido un desastre; que la elección del dirigente nacional es una decisión interna fundamental para cualquier partido político; que los equilibrios dentro de esa organización son extremadamente frágiles, y que el derecho debe servir para solucionar conflictos, no para intensificarlos. Con el derecho en una mano, las evidencias en la otra, lo sensato y conveniente era confirmar la nulidad de la elección. Pero no fue así. Pareciera que la vocación por la primera plana y el morbo por la polémica pudieran más que la ética de la responsabilidad. Nunca está de más releer a Weber.

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