Ayer Felipe Calderón pronunció un discurso en Palacio Nacional donde habló de cosas maravillosas. De la administración que no elude los problemas. Del gobierno que confronta lo urgente sin olvidar lo estructural. De la economía competitiva y generadora de empleos. Pero al escucharlo era difícil no percibir la enorme brecha entre el decir y el actuar, la gran distancia entre el diagnóstico que hace el Presidente de sí mismo y la realidad económica a la que se enfrenta. Y quizás en ningún terreno fue más obvia la disonancia cognoscitiva del Presidente que en el tema de la competitividad. Porque Calderón aseguró que -después de la crisis- la economía mexicana va a ser más fuerte y el crecimiento va a ser más rápido. Bastará con “acelerar los motores internos”, insistió. El problema es que el motor mexicano está descompuesto y Felipe Calderón parece no reconocerlo. Su compostura requeriría encarar con audacia real, y no sólo retórica, los temas de fondo que el discurso presidencial soslayó.
Porque el Presidente ahondó en uno de los ejes rectores de su gobierno -la economía competitiva- pero eludió mencionar aquello que llevaría a su promoción profunda en México. Habló del manejo responsable de las finanzas públicas. Habló de contener la inflación. Habló de la reforma para fortalecer a Pemex. Habló del gasto público para impulsar la economía. Se centró en el manejo macroeconómico responsable, que sin duda es importante para asegurar la estabilidad, ya que sin ella no puede haber una economía verdaderamente productiva. Pero el trasfondo del discurso presidencial evidenció -otra vez- el sesgo que lo lleva a ignorar los problemas estructurales de la economía mexicana. Gran parte de lo que dice y hace el equipo calderonista, como la política de subsidios, es importante para la estabilidad sociopolítica, pero no ayuda a México a crecer o a ser más competitivo.
El crecimiento económico sostenido ha sido muy difícil de obtener en México durante los últimos 30 años y abundan las explicaciones. La baja productividad laboral. La mala administración macroeconómica. El andamiaje institucional que dificulta los consensos. Pero quizás en el fondo la respuesta se halla -como sugiere Javier Beristain del Grupo Huatusco- en el sesgo subsidiador que gobierno tras gobierno despliega. El imperativo recurrente de la redistribución por encima del crecimiento. El énfasis en darle cosas a los pobres, ya sea a través de Pronasol o Procampo, en vez de generar las condiciones de dinamismo económico y movilidad social que les permitirían crear riqueza. Y los resultados contraproducentes de esta postura reiterada son obvios: la falta de crecimiento en la economía formal lleva a la explosión de franeleros, ambulantes, vende-chicles y personas para las cuales la economía informal se ha vuelto una forma de vida. Creando así un país donde el 48 por ciento de los que nacen en la pobreza morirán en ella; donde la probabilidad de pasar de pobre a rico en una generación es de sólo 4 por ciento.
Por ello no sorprende el espectro permanente de la inestabilidad que mantiene al gobierno sin dormir. Lo paradójico es que la insatisfacción social -producto de la desigualdad- a la que tanto le teme el equipo calderonista es consecuencia de su propia actuación y la de sus predecesores. Santiago Levy lo explica en Good Intentions, Bad Outcomes: Social Policy, Informality and Economic Growth in Mexico. El país ha caído en un círculo vicioso en el cual, para evitar la inestabilidad social, el gobierno le da prioridad a políticas compensatorias que atacan los efectos pero no las causas del letargo económico. Y como la economía no crece, hay cada vez más personas que podrían producir la inestabilidad social que al gobierno le preocupa, pero que su comportamiento alienta. El imperativo de la “paz social” lleva a decisiones económicas para asegurar su preservación, que acaban poniéndola en jaque. La política económica que busca, en teoría, paliar la pobreza, termina exacerbándola.
Ahora bien, el Presidente es un hombre que sabe de economía. Entiende de política pública. Está rodeado de personas que seguramente han leído textos tan influyentes como The Growth Report y The Power of Productivity. Están conscientes de lo que todo país interesado en crecer y competir debe hacer para lograrlo. Saben que ello requiere una economía capaz de producir bienes y servicios de tal manera que los trabajadores puedan ganar más y más. Entienden que ello se basa en la expansión rápida del conocimiento y la innovación; en nuevas formas de hacer las cosas y mejorarlas; en técnicas administrativas tanto en el sector público como en el sector privado que aumentan la productividad de manera constante. Saben que las economías dinámicas suelen ser aquellas capaces de promover la competencia y reducir las barreras de entrada a nuevos jugadores en el mercado. Entienden que es tarea del gobierno -a través de la regulación adecuada- crear un entorno en el cual las empresas se ven presionadas por sus competidores para innovar y reducir precios y pasar esos beneficios a los consumidores. Saben que si eso no ocurre, nadie tiene incentivos para innovar. En lugar de ser motores del crecimiento, las empresas protegidas y/o monopólicas terminan estrangulándolo.
En pocas palabras y como cualquier economista de medio pelo lo reconoce, la competitividad está vinculada a la competencia. El crecimiento económico está ligado a la competencia. La innovación y por ende el dinamismo y la creación de empleos se desprenden de la competencia. La inversión que se canaliza hacia nuevos mercados y nuevas oportunidades es producto de la competencia. No es una condición suficiente pero sí es una condición necesaria. No bastará por sí misma para desatar el crecimiento, pero sin ella jamás ocurrirá, por más dinero público que se inyecte a la economía mediante políticas contracíclicas. Por ello preocupa tanto que el mismo término “competencia” haya desaparecido del discurso presidencial y, peor aún, de la actuación gubernamental, como lo demuestran las decisiones recientes de la SCT con respecto a Telmex.
En la conferencia magistral que pronunció en la CEPAL, Calderón se centró en la crisis global y sugirió formas de trascenderla. Habló de la “mano clara, firme y reguladora del Estado”, de cómo el crecimiento debía provenir de “entornos mucho más abiertos de competencia y productividad, que a su vez sólo pueden dar los mercados abiertos”. Ahora nada más falta que aplique esas ideas a su propio país. Porque si no, continuará afinando y engrasando un motor descompuesto.
Porque el Presidente ahondó en uno de los ejes rectores de su gobierno -la economía competitiva- pero eludió mencionar aquello que llevaría a su promoción profunda en México. Habló del manejo responsable de las finanzas públicas. Habló de contener la inflación. Habló de la reforma para fortalecer a Pemex. Habló del gasto público para impulsar la economía. Se centró en el manejo macroeconómico responsable, que sin duda es importante para asegurar la estabilidad, ya que sin ella no puede haber una economía verdaderamente productiva. Pero el trasfondo del discurso presidencial evidenció -otra vez- el sesgo que lo lleva a ignorar los problemas estructurales de la economía mexicana. Gran parte de lo que dice y hace el equipo calderonista, como la política de subsidios, es importante para la estabilidad sociopolítica, pero no ayuda a México a crecer o a ser más competitivo.
El crecimiento económico sostenido ha sido muy difícil de obtener en México durante los últimos 30 años y abundan las explicaciones. La baja productividad laboral. La mala administración macroeconómica. El andamiaje institucional que dificulta los consensos. Pero quizás en el fondo la respuesta se halla -como sugiere Javier Beristain del Grupo Huatusco- en el sesgo subsidiador que gobierno tras gobierno despliega. El imperativo recurrente de la redistribución por encima del crecimiento. El énfasis en darle cosas a los pobres, ya sea a través de Pronasol o Procampo, en vez de generar las condiciones de dinamismo económico y movilidad social que les permitirían crear riqueza. Y los resultados contraproducentes de esta postura reiterada son obvios: la falta de crecimiento en la economía formal lleva a la explosión de franeleros, ambulantes, vende-chicles y personas para las cuales la economía informal se ha vuelto una forma de vida. Creando así un país donde el 48 por ciento de los que nacen en la pobreza morirán en ella; donde la probabilidad de pasar de pobre a rico en una generación es de sólo 4 por ciento.
Por ello no sorprende el espectro permanente de la inestabilidad que mantiene al gobierno sin dormir. Lo paradójico es que la insatisfacción social -producto de la desigualdad- a la que tanto le teme el equipo calderonista es consecuencia de su propia actuación y la de sus predecesores. Santiago Levy lo explica en Good Intentions, Bad Outcomes: Social Policy, Informality and Economic Growth in Mexico. El país ha caído en un círculo vicioso en el cual, para evitar la inestabilidad social, el gobierno le da prioridad a políticas compensatorias que atacan los efectos pero no las causas del letargo económico. Y como la economía no crece, hay cada vez más personas que podrían producir la inestabilidad social que al gobierno le preocupa, pero que su comportamiento alienta. El imperativo de la “paz social” lleva a decisiones económicas para asegurar su preservación, que acaban poniéndola en jaque. La política económica que busca, en teoría, paliar la pobreza, termina exacerbándola.
Ahora bien, el Presidente es un hombre que sabe de economía. Entiende de política pública. Está rodeado de personas que seguramente han leído textos tan influyentes como The Growth Report y The Power of Productivity. Están conscientes de lo que todo país interesado en crecer y competir debe hacer para lograrlo. Saben que ello requiere una economía capaz de producir bienes y servicios de tal manera que los trabajadores puedan ganar más y más. Entienden que ello se basa en la expansión rápida del conocimiento y la innovación; en nuevas formas de hacer las cosas y mejorarlas; en técnicas administrativas tanto en el sector público como en el sector privado que aumentan la productividad de manera constante. Saben que las economías dinámicas suelen ser aquellas capaces de promover la competencia y reducir las barreras de entrada a nuevos jugadores en el mercado. Entienden que es tarea del gobierno -a través de la regulación adecuada- crear un entorno en el cual las empresas se ven presionadas por sus competidores para innovar y reducir precios y pasar esos beneficios a los consumidores. Saben que si eso no ocurre, nadie tiene incentivos para innovar. En lugar de ser motores del crecimiento, las empresas protegidas y/o monopólicas terminan estrangulándolo.
En pocas palabras y como cualquier economista de medio pelo lo reconoce, la competitividad está vinculada a la competencia. El crecimiento económico está ligado a la competencia. La innovación y por ende el dinamismo y la creación de empleos se desprenden de la competencia. La inversión que se canaliza hacia nuevos mercados y nuevas oportunidades es producto de la competencia. No es una condición suficiente pero sí es una condición necesaria. No bastará por sí misma para desatar el crecimiento, pero sin ella jamás ocurrirá, por más dinero público que se inyecte a la economía mediante políticas contracíclicas. Por ello preocupa tanto que el mismo término “competencia” haya desaparecido del discurso presidencial y, peor aún, de la actuación gubernamental, como lo demuestran las decisiones recientes de la SCT con respecto a Telmex.
En la conferencia magistral que pronunció en la CEPAL, Calderón se centró en la crisis global y sugirió formas de trascenderla. Habló de la “mano clara, firme y reguladora del Estado”, de cómo el crecimiento debía provenir de “entornos mucho más abiertos de competencia y productividad, que a su vez sólo pueden dar los mercados abiertos”. Ahora nada más falta que aplique esas ideas a su propio país. Porque si no, continuará afinando y engrasando un motor descompuesto.
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